Francia, a la greña por la Guerra Civil española
El inicio de nuestra contienda convirtió al país galo en un tablero de ajedrez donde jugaba la diplomacia internacional, los intereses políticos de la derecha y la izquierda, la influencia de la prensa y la opinión pública.
El inicio de nuestra contienda convirtió al país galo en un tablero de ajedrez donde jugaba la diplomacia internacional, los intereses políticos de la derecha y la izquierda, la influencia de la prensa y la opinión pública.
Hace 80 años, el 18 de noviembre de 1936, los Gobiernos de Italia y de Alemania reconocieron simultáneamente al Gobierno de Franco. La Secretaría de Relaciones Exteriores del Gobierno, que hacía el papel de Ministerio de Asuntos Exteriores, lo comunicó el día 19, pero el rumor ya se había difundido por Salamanca y mucha gente se congregó en la Plaza Mayor vitoreando a Alemania, Italia, Franco, Hitler y Mussolini. Según David Wingeate Pike, Franco correspondió a esa legitimación exterior declarando que «esas dos naciones, junto con Portugal y la España nacionalista, constituían los baluartes europeos de la cultura y la civilización occidentales». «Este momento marca la cumbre de la vida del mundo».
Un ministro sorprendido
El reconocimiento germano- italiano remachaba la inutilidad de la no intervención. Wingeate Pike en su reciente obra «La Galia dividida. Los franceses y la Guerra Civil española» asegura que, en adelante, «Alemania e Italia invocarían los principios del Derecho Internacional para proporcionar armas a Franco y prohibir a los soviéticos que hiciesen el mismo servicio a la República».
¿Qué posturas habían ido adoptando las potencias europeas sobre la Guerra Civil en los cuatro meses transcurridos desde su inicio? El 19 de julio de 1936 el presidente del Gobierno español, José Giral, que acababa de asumir el cargo, envió este telegrama al líder del Frente Popular y primer ministro francés, Leon Blum: «Sorprendido por un peligro de golpe militar. Le ruego que nos ayude inmediatamente con armas y aviones. Fraternalmente, Giral».
La petición de Madrid se inscribía dentro de las relaciones entre Gobiernos, unidos por el Tratado de 1935 en el que, incluso, se contemplaba la venta de armas y por la «fraternidad», que se les suponía a los Frentes Populares, en el poder tanto en Madrid como en París. Pero no dejaba de ser un compromiso grave: Blum –«El hombre más odiado de Francia», según la ultraderecha– intuyó que iba a tener oposición dentro de su propio Gobierno (formado por socialistas y radicales), donde algunos rechazarían el suministro de armas; además, se temía la batalla de la opinión pública entre la prensa conservadora y la izquierdista, volcadas, respectivamente, a favor de los sublevados o en apoyo del Gobierno republicano –debate que, justamente, es la esencia de la obra de Wingeate Pike–. El 20 de julio sondeó la opinión del vicepresidente del Gobierno y ministro de la Guerra, Édouard Daladier, de Yvon Delbos, ministro de Exteriores y de Pierre Cot, ministro del Aire. Los dos primeros recomendaron cautela y neutralidad, pero tras el decidido apoyo de Cot, aceptó la petición de Giral. El día 22 se acuerda el suministro de 20 aviones, ocho cañones, 50 ametralladoras, bombas y munición. En esa fecha Blum se desplazó a Londres acompañado por Delbos y, aunque España no era el tema del día, copó parte de las conversaciones. Tanto el premier Stanley Baldwin, como su ministro de Exteriores, Anthony Eden, «no ocultaron ni su temor hacia el frente Popular, ni su profundo desagrado hacia cualquier apoyo militar francés a Madrid» (Wingeate Pike).
Blum regresó a París preocupado y más cuando le aguadaba la reacción dividida del senado ante el suministro de armas. La crisis de la legación española, con varios días sin embajador acreditado, enredó las cosas y, peor aún, cuando dos diplomáticos españoles, proclives a la sublevación, el embajador Cárdenas y el agregado militar Barroso, filtraron el asunto a la prensa.
País de gánsteres
El 25 de julio, el gran escritor francés François Mauriac escribía en «Le Figaro» un durísimo artículo: «La internacional del odio», en el que denunciaba que Francia estaba gobernada por gánsteres y, ante el envío de armas, que derramarían sangre española, amenazaba a Blum: «Vaya con cuidado. No le perdonaríamos jamás ese crimen».
Anonadado, el primer ministro dio marcha atrás y prohibió el envío de las armas. Paralelamente, Hitler y Mussolini habían aceptado enviar aviones a Franco en una operación secreta. En la madrugada del 30 de julio, 12 trimotores Savoia 81 italianos partieron hacia Melilla, pero sólo llegaron 9; sin combustible, uno se perdió en el mar, otro se estrelló en Argelia y un tercero hizo un aterrizaje de emergencia en Marruecos. París supo esa noche que Italia estaba enviando aviones a Franco, con lo que el viento cambió a favor del suministro a la República. Pero, de inmediato, llegó la reacción airada de Londres: en caso de un conflicto, denunciaría el Tratado de Locarno, de 1925, que contemplaba garantías mutuas.
Mientras la prensa de izquierdas se mostraba dividida, la de derechas denunciaba la venta de armas (concretada en 40 aviones, 10.000 bombas, 2.000 fusiles, 50 ametralladoras, 8 cañones y varias toneladas de munición), señalaba el peligro de confrontación con Alemania y que, ante el triunfo sublevado, el nuevo régimen instalado en Madrid ajustaría las cuentas a París, alineándose con Roma y Berlín y aislando Francia. Blum vacilaba: quería ayudar a la República pero temía a Alemania (acababa de remilitarizar Renania), cuyos presupuestos militares e industria bélica superaban con mucho a los franceses. Acentuaba su zozobra la «appeasement policy» (política de apaciguamiento) del Reino Unido, los ataques de la prensa y la desautorización de sus aliados radicales. El presidente de la Cámara de Diputados, el radical Édouard Herriot, uno de los políticos más respetados de Francia (había sido primer ministro, diputado durante tres décadas y alcalde perpetuo de Lyon) se entrevistó con él, recomendándole que no mandara más armas y «sobre todo, muchacho, no te metas ahí dentro». Aquello fue definitivo porque, como concluye Wingeate Pike: «Sin el apoyo de los radicales el “Front Populaire” estaba perdido».
Mientras el ministro francés Pierre Cot, dentro de lo acordado, activaba los envíos de armas a la República, y de Defensa y Exteriores, Daladier y Delbos, ponían en marcha su proyecto de no injerencia y tejían un acuerdo de no intervención. El 1 de agosto, Francia envió la propuesta a Gran Bretaña, Italia, Alemania y Unión Soviética. Londres aceptó el 4 de agosto; Berlín condicionó su acuerdo a que lo hiciera la Unión Soviéticay durante los días siguientes llegaron las aquiescencias con reparos de Moscú y Roma...
Durante agosto de 1936 fueron añadiéndose al Acuerdo de no Intervención en España todos los Estados Europeos importantes salvo Suiza y, a finales de mes, firmaron «abstenerse rigurosamente de toda injerencia, directa o indirecta, en los asuntos internos de ese país» y prohibir «la exportación (...) reexportación y el tránsito hacia España, posesiones españolas o zona española de Marruecos, de toda clase de armas, municiones y material de guerra» y para controlarlo, se fundó el 9 de septiembre el Comité de No Intervención, con sede en Londres. Estados Unidos, hacia donde volvió sus ojos la República para adquirir armas, país al margen de la no intervención, adoptó el «embargo moral», que recomendaba no vender armas a los contendientes en España; ese embargo pasó a ser obligatorio en enero de 1937, de modo que en la España republicana se utilizaron pocas norteamericanas y éstas llegaron en su mayoría vía México, país que apoyó a la República con las limitadas posibilidades de su industria de guerra. La España sublevada, de la que Franco era Jefe del Estado desde el 28 de septiembre, no tuvo problemas para adquirir lo que más necesitaba en Estados Unidos (motores, vehículos de transporte y gasolina), pues no estaba sujeta al embargo.
Un engaño
La política de no intervención y su cumplimiento fue una de las grandes cuestiones que dividió a la opinión pública francesa. «Las imbecilidades del Frente Popular colocan a Francia en una posición difícil», clamaba la revista conservadora «Candide»; mientras que el izquierdista «Le Peuple» denunciaba la inoperancia del Acuerdo: «La neutralidad queda en engaño; el Comité, en cortina de humo».
El comunista «L’Humanité» acusaba a Portugal «de ser, más que nunca, el cuartel general, el arsenal y la estación de carga de los rebeldes». En contra, el derechista «L’Express du Midi» aseguraba que «Portugal respeta escrupulosamente el acuerdo; mientras que no es seguro que la Unión Soviética lo observe tan estrictamente». «Le Journal», de similar tendencia, se preguntaba: «¿Son verdaderamente neutrales en París? Esos fondos de suscripciones, esos mítines, esa recepción tributada a la agitadora española (Pasionaria)... Nada tienen de neutral. ¿Qué doble juego están haciendo ustedes?».
Paulatinamente, las denuncias sobre las evidentes vulneraciones de la no intervención fueron postergadas por las cuestiones de seguridad y cuando la victoria de Franco parecía ya ineluctable, menudearon comentarios preocupados por la fortaleza que exhibían los vencedores: «¿No era posible que una España totalitaria se aferrase al Eje Roma-Berlín por la propia semejanza de los regímenes?» («La Garonne»). Y se recordó la premonición de José Giral: «Obligando a París, Londres ha cometido una enorme tontería que habrá de pagar tarde o temprano».