Heavy Metal: El mal no tiene límites
Menospreciados por su estética (entre satánica y homoerótica) y el contenido de sus letras (del ocultismo a lo ininteligible), el rock duro solo ha conocido un afán: llevar el sonido hasta el extremo
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Menospreciados por su estética (entre satánica y homoerótica) y el contenido de sus letras (del ocultismo a lo ininteligible), el rock duro solo ha conocido un afán: llevar el sonido hasta el extremo.
Año 2008: «The Guardian» revela que, entre otros atentados contra los derechos humanos, las tropas estadounidenses torturaron en Irak y Guantánamo a presuntos terroristas con la escucha continuada de heavy metal. En el día del juicio final a los estilos musicales no hay más preguntas, señoría. Sin embargo, Andrew O’Neil no es capaz de comprenderlo. «El heavy es tonificante, como una ducha bien fría. Se soporta perfectamente y te puedes acostumbrar a él». Con humor, el autor de «La historia del heavy metal» (Blackie Books) admite los mayores horrores cometidos en nombre del estilo y transmite las obras maestras de un género al que ha consagrado toda su vida y hasta un ciclo de monólogos. Este libro, que está repleto de chistes a pie de página, da cuenta de toda una vida de sentimiento de clase, de pertenencia a la gran familia mundial del heavy a la que nada le importa lo que piensen de ella. La Semana Santa quedó atrás: hablemos de Satán.
Para O’Neil, el heavy empezó hace miles de años: «Cuanto más pienso en cavernícolas greñudos y monosilábicos que rompen cosas para crear un alboroto agradable, más convencido estoy», escribe. «El metal extremo puede parecer un muro sónico incomprensible. Pero quienes lo pillan disfrutan de un placer más visceral que el que provoca la música normal a la gente normal». Algo así como situarse bajo una cascada. Estimula porque sitúa al oyente en contacto con su yo radical, y genera una respuesta fisiológica de intensidad. «Es una experiencia visceral, como la terapia del grito primitivo que sostiene que la raíz del dolor se adentra en el sistema nervioso central, adonde no llegan los tratamientos psicológicos convencionales, allí donde albergamos nuestros males más profundos», sostiene O’Neil. Un concierto de heavy es, a veces, como un partido de rugby: sudor y golpes de buen rollo. Ahora que, si quieren sentirse vikingos, entren sin llamar a un pogo (busquen «mosh pit» en YouTube antes de decidirse), donde centenares de personas chocan entre sí como principio y fin en sí mismo. Como puede apreciarse, hemos pasado de humanos melenudos por civilizar que aporrean cosas hace miles de años a humanos melenudos por civilizar que aporrean cosas y piden algo en la barra. ¿Cómo lo hemos logrado? Este es el viaje al que invita O’Neil.
La guerra y la muerte
Hagamos historia un segundo. La primera gran banda de heavy digna de colgarse la etiqueta es Black Sabbath. Influidos por el cine de la Hammer y el ocultismo, los británicos reaccionaron al «flower power»: «Hablaban de la guerra, de la muerte que viene del cielo, y del futuro de campos de batalla y tumbas que esperan a tus hijos. Del aislamiento y de la depresión». Por eso eran heavis. Sacaron su primer disco y obtuvieron un notable éxito de ventas y el completo desdén de la crítica. Lester Bangs dijo que eran «como Cream, pero en malo». El 13 de febrero de 1970 había nacido el heavy. Después llegaron Judas Priest, quienes, amén de llevar el sonido un paso más hacia el metal y uno más lejos del blues, introdujeron el imaginario gay underground como si se tratara del look más masculino de mundo. Eso sí, después de ocultarla durante años, Rob Halford hizo pública su homosexualidad y para algunos jeviatas homófobos no fue fácil asumir que se la habían colado: llevaban los pantalones más prietos del mercado y parecían postales sadomaso. Vaya jugada. Finalmente, a mediados de los 70 aparecen Motörhead, levantados en los dos pilares de Lemmy (bueno, tres si contamos las drogas): el rock & roll y la guerra. Lemmy, su toxicomanía y su colección de tanques e iconografía nazi le convierten en una de las mayores leyendas del género.
Aquí está ya la satánica trinidad del heavy: Black Sabbath, Judas Priest y Motörhead. Con esta base, durante los 80 y los 90, con los precedentes de Led Zeppelin y Deep Purple, y con la referencia de grupos que NO son heavies, como Kiss, Queen, AC/DC, Guns’N Roses, Aerosmith, Thn Lizzy, Alice Cooper y muchos otros, el sonido se expandirá como una tela de araña de Brasil a Noruega, ramificándose en decenas de subgéneros que tratan de ir al extremo en una loca carrera y que O’Neil se esfuerza en explicar. Para el oído profano, es como distinguir el sonido de una retroexcavadora del de una hormigonera, pero las historias de estas bandas son deliciosas. Empecemos por Iron Maiden, representante de la nueva ola del heavy metal británico, que tiene unos orígenes enternecedores vinculados a la disco móvil Bandwagon Heavy Metal Soundhouse, lugar donde nació el fenómeno del «air guitar» (es decir, tocar una guitarra imaginaria) como resultado de la cultura punk del «cualquiera puede hacerlo». Después, esa afirmación quedará desmentida cuando parte del género se convierta en cortijo de virtuosos. «Los Maiden jamás molarán de verdad. Pero siempre serán nuestros», escribe O’Neil. Y es que todos los grupos de esta escena, como dice el autor, tuvieron un tufillo de perdedores incluso cuando lograban un éxito tan masivo y millonario como los Maiden.
El heavy metal tiene algo de relación con el cine de terror: Black Sabbath tomaron su nombre de un filme de terror italiano emparentado con la estética de la Hammer y las primeras cintas del género. Quizá por eso, las letras de Ozzy Osbourne alertan del peligro del demonio y del mal. Sin embargo, con la evolución del género a mediados de los setenta, el referente de Polanski y «La semilla del diablo» y Friedkin y «El exorcista», grupos como Venom cambian el punto de vista y dicen: «Cuidado, el mal somos nosotros». Ellos y Bathory fueron los primeros en lograr el viejo anhelo de Ozzy, hacer un disco que diera tanto miedo como ver una película de terror. Como algunos otros estilos de música (el hardcore, por ejemplo), el heavy está lleno de inadaptados sociales, algunos fingidos, pero muchos reales. Hijos del programa juvenil de «trabajo para lerdos» de Reino Unido (Conrad Lant, de Venom) o apestados sociales (en sentido literal) como Tom G. Fischer, que fue criado solo por su madre y sus noventa gatos en un ambiente inhabitable que envolvió al muchacho en un perfume que era blanco de maltrato social. Por esa razón se refugió en la música más oscura que encontró y fundó Hellhammer.
Contra la música glam del Sunset de Los Ángeles apareció una escena hermanada con el hardcore: Slayer, Exodus y, sobre todo, Metallica. Es el thrash metal, un género que O’Neil define así: «Sabbath era como combinar vino con sedantes y el thrash es anfetaminas y cerveza barata». La influencia punk de los Dead Kennedys y de Black Flag fue la que definió este estilo de California que produjo un sonido hasta ese momento extremo. Pero eso no quiere decir que estemos llegando al final de nada, ni mucho menos. El death metal lo llevó todo aún más allá. Canciones en las que no se canta, se berrea, sin letras, porque al fin y al cabo no se entienden, en una alucinada carrera armamentística que encontró dos caldos de cultivo que no pueden ser más opuestos: la cálida, cenagosa y conservadora Florida y la fría y socialdemócrata Suecia. No, tampoco esto es el destino: en Inglaterra surgió el grindcore (Napalm Death) que continuaron la absurda carrera hacia el extremo con una técnica de batería de velocidad demente y el concepto de «microcanción»: «You Suffer» duraba un segundo.
Nazis y asesinos
Pero todavía no hemos mencionado a Satán y lo habíamos prometido. El death metal incluso parecía poca cosa, se volvió hasta «cool». Así que bienvenidos a Noruega, el país con la mayor tasa de suicidios del mundo. Bienvenidos al black metal. Mayhem hicieron una primera maqueta «inescuchable» y su líder, apodado Dead, dejó este mundo tras volarse la cabeza con una escopeta y previamente rajarse las venas. Un compañero del grupo encontró el cuerpo y le hizo unas fotos para autopromoción del grupo. Con algunos pedazos de cráneo, hizo collares. Ilustres hijos de Oslo eran Darkthrone, que llevaron la brutalidad de su sonido un paso más allá... y todo lo demás. Tuvieron que aclarar que su etiqueta de «black metal ario noruego» NO significaba que fueran nazis. Pero ninguno como Burzum, cuyo cantante, Varg Vikernes, además de racista, asesinó a un rival de la escena, Euronymus. En ese año de 1992 fueron incendiadas algunas iglesias en el país por seguidores del black metal. Después la historia sigue, con bastante éxito de público, ramificándose en estilos durante las siguientes décadas hasta el presente, que asiste a una nueva edad dorada del heavy metal. Porque el diablo nunca se rinde.