Homero, la «Odisea» que sigue intrigando a occidente
El hallazgo en Olimpia de una placa de arcilla con 13 versos del poema épico de este vate cuya identidad o identidades sigue siendo un motivo de debate, demuestra que el mensaje humanista de esta pieza fundacional y de la «Ilíada» está vigente más de dos milenios y medio después.
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El hallazgo en Olimpia de una placa de arcilla con 13 versos del poema épico de este vate cuya identidad o identidades sigue siendo un motivo de debate, demuestra que el mensaje humanista de esta pieza fundacional y de la «Ilíada» está vigente más de dos milenios y medio después.
A raíz del hallazgo de una placa de arcilla en el santuario de Olimpia con un fragmento del canto XIV de la «Odisea» ha vuelto a los medios el debate en torno al misterioso Homero, origen y culmen de toda literatura en Occidente. Son 13 versos escasos los que aparecen en la pieza, pero bastan para recordar toda la gloria del padre de la literatura occidental. Una breve conversación entre el rey Odiseo, recién retornado a su Ítaca pero aún de incógnito, y su fiel porquero Eumeo, pone de manifiesto la maestría psicológica y social del poeta al hablar de la nobleza de cuna y de espíritu. Y es que Homero no solo es indisociable de nuestra tradición cultural sino también de nuestra sensibilidad.
A la sombra de aquel conflicto mítico y primordial que narrara en la «Ilíada» el cantor conocido como Homero, se fundaba magistralmente la sensibilidad literaria en torno a la frágil y efímera condición humana, su grandeza y miseria. Pues la «Ilíada» no es un poema belicista, casi huelga decirlo, sino hondamente humanista. Luego está el regreso del héroe, o por mejor decir, de uno de los héroes de esa guerra troyana, Odiseo, en uno de los «nostoi» o retornos de los caudillos griegos a sus hogares. Así se cierra el díptico principal tradicionalmente atribuido a Homero y que supone la génesis de toda nuestra literatura e incluso de nuestra historia, por no hablar de las inagotables postrimerías de esa celebrada «materia troyana». Por eso me gusta definir el campo de acción de los poemas homéricos con una figura triangular, como un tríptico de literatura, historia y recepción: primero, la epopeya de Troya y los ecos sempiternos de su destrucción, incluido el viaje de retorno de sus héroes, como el de Ulises; luego, la historicidad de aquella guerra mítica como recuerdo evocado de un conflicto histórico, acrecida con información sobre el propio tiempo de Homero; y por último, pero no menos importante, sus innumerables recreaciones en las artes posteriores, desde Virgilio o Dante hasta los hermanos Coen.
Miseria y esplendor
Lo que hace genial y único al vate llamado Homero, de entre la pléyade de voces que emergen entre los restos del naufragio de la primera literatura de Occidente, es cómo usa magistralmente la materia mítica para extractar en breve todo el esplendor y la miseria del ser humano: la guerra, la mejor excusa para mostrar quiénes somos, se centra en la cólera sin sentido de un héroe egoísta y narra los lances guerreros en los escasos días entre esta y la reconciliación entre dos rivales quintaesenciales que se miran a los ojos llorando y reconocen su idéntica tragedia humana. Otro es el caso del regreso por excelencia del héroe al hogar, el del guerrero acaso más singular de Troya, que toca varios esquemas de la narrativa del «folk-lore», desde la «road-movie» y el relato fantástico al «western» del viejo soldado que regresa a casa para imponer el orden anterior y encontrar su «happy-ending». Esa habilidad para maravillar y condensar lo mejor es parte de la marca de la casa en «Homero». Mucho más pero nada menos.
De ahí que se siga revolucionando el mundo al oír su nombre, ahora que se descubre un antiguo soporte con sus versos. El episodio hallado en Olimpia muestra esa genialidad de lo que Stefan Zweig llamaría «momentos estelares»: el héroe vuelve y se encuentra primero con «los humildes». El cansado rey llega disfrazado de mendigo, buscando su final feliz, y ciertamente no lo reciben los dignatarios que asedian su hacienda y a su mujer. Solo su viejo perro lo reconoce, muriendo de felicidad justo después. Solo le asiste su criado Eumeo, que lo creía muerto. Solo su vieja nodriza Euriclea lo identifica por una antigua herida.
La cuestión palpitante
Pero «el-artista-antes-conocido-como-Homero», base de toda educación letrada en nuestro mundo, lleva dando quebraderos de cabeza a los eruditos ya desde época antigua hasta el nacimiento de la moderna filología clásica, con los «Prolegomena ad Homerum» (1795), de F. A. Wolf. Este avivó la llama de la «cuestión homérica», en torno a la autoría pero sobre todo a la composición de ambos poemas aurorales de Occidente. Desde entonces se señaló el origen de la «Ilíada» y la «Odisea» en una larga tradición oral de piezas más breves, compiladas en algún momento posterior por escrito y atribuidas a un «Homero». Pero otra escuela opuesta siguió creyendo reconocer la voz de un genio unitario, intuida tras parte de ambos poemas. Los poemas compuestos supuestamente en el siglo VIII a.C., con la estructura oral formular que estudió en los años 30 Milman Parry, en comparación con otros cantos épicos, fue transmitida así hasta que en Atenas, en el siglo VI a.C. y bajo la tiranía de Pisístrato, los cambios sociales y políticos aconsejaron fijar una versión por escrito.
Por supuesto, todo eso fue en Atenas, el centro por excelencia de investigación homérica en los dos siglos siguientes, entre otras cosas por el énfasis de la Academia de Platón y, sobre todo, del Liceo de Aristóteles en las citas de Homero. Pero no cabe dudar de que hubo muchas versiones locales que se unificaron en la Biblioteca de Alejandría gracias a la labor de los filólogos helenísticos: Zenódoto, Aristarco o Aristófanes de Bizancio son algunos nombres clave. Luego desde ahí la investigación y la copia de los poemas pasó a los gramáticos tardíos y bizantinos, que mantuvieron viva la llama homérica en varios momentos clave de su recepción: el siglo IV-VI, con el auge de la interpretación alegórica y filosófica, merced al neoplatonismo, o el siglo XII, con un «revival» clasicista bizantino especialmente homérico, como el de Juan Tzetzes y Eustacio. De ahí hay pocos pasos ya hasta la «rentrée» renacentista de Homero en Occidente, merced a los manuscritos griegos que afluyeron tras la caída de La Ciudad, a los que siguieron las ediciones humanistas, las traducciones (la española de la «Odisea», de Gonzalo Pérez, de 1550, es la pionera en lenguas modernas) y a la docta erudición de los siglos XVII y XVIII.
¿Es importante en esta historia la inscripción homérica encontrada en Olimpia esta semana? En términos arqueológicos y epigráficos sin duda, pero en lo global no aporta muchas novedades. Solo recuerda de nuevo –y no es poco– la pasión inextinguible que sigue despertando todo lo relacionado con el poeta llamado «Homero», en ese triángulo de literatura, historia y recepción de eterna vigencia. Ya sea que exista un poeta de tal nombre o que sea éste una apelación colectiva que ocultaba a un grupo o a una clase de épica panhelénica, la noticia es que hoy sus versos siguen tan de actualidad como hace casi tres milenios.