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Houdini: el escapista de los 12 candados

Su figura siempre ha permanecido en la oscuridad, rodeada de misterios y preguntas. ¿Cuáles eran sus trucos? ¿Cómo podía escapar de los lugares más insólitos con las manos y los pies atados con cadenas y candados? ¿Cómo murió en realidad?
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Su figura siempre ha permanecido en la oscuridad, rodeada de misterios y preguntas. ¿Cuáles eran sus trucos? ¿Cómo podía escapar de los lugares más insólitos con las manos y los pies atados con cadenas y candados? ¿Cómo murió en realidad?
Mago, ilusionista, «falso americano», cruzado antiespiritista, esposo infiel, atleta, actor de cine mudo, pionero de la aviación –en 1910 fue la primera persona en sobrevolar el cielo australiano–, escapista sobre todas las cosas y marquetinero de sí mismo. Puro «mainstream», creador de leyendas y mitos sobre su persona: ¡un descomunal ego en acción! Un superhombre que se sentía capaz de desafiar cualquier ley que tuviera que ver con los límites de lo humano. Así era, entre otros muchos «yoes», el húngaro Erik Weisz, cuarto hijo de un matrimonio judío que emigró a Estados Unidos en busca del sueño americano y que encontró su vocación viendo el espectáculo Palingenesia del doctor Lynn y lo aprendió todo sobre llaves y esposas trabajando en la cerrajería del señor Hanauer. Quizá, de todos los misterios que rodearon su vida, desde sus trucos hasta su fallecimiento, el más interesante sea comprender por qué en el año del 90 aniversario de su muerte resulta aún una figura tan magnética e imposible de imitar. Por ello, la biografía de Eduardo Caamaño, Houdini (Almuzara), es imprescindible. En un monumental trabajo de más de quinientas páginas, incorpora abundante documentación, aparta la leyenda de la realidad, analiza sus desafíos, rompe con la falsa mitología que rodea la figura del escapista y arroja luz sobre la verdadera muerte del maestro del ilusionismo en la noche de Halloween de 1926. La marcha de la pedestre existencia de quien fuera Harry –por una americanización de su nombre– y al que añadiera su apellido en homenaje al prestidigitador Robert-Houdin, añadiéndole una «i», pensando que equivalía a decir en francés «igual que»
Todo arrancó a los 17 años. Su carta de presentación al llegar a una ciudad era hacerse detener por la policía y salir de la cárcel o quitarse las esposas ante la mirada estupefacta de los funcionarios. Su impulsividad le estimulaba a publicitarse de esta forma. Un verdadero «showman «que comprendía todos los resortes que conformaban un espectáculo: desde la convocatoria, a lo que ocurría sobre el escenario o lo que acontecía entre el aforo. «Soy capaz de abrir cualquier cierre –repetía– conozco cada detalle de sus mecanismos». Así, llegó a desafiar a la mismísima Scotland Yard lo que le llevó a catapultar su carrera. En aquellos primeros años del siglo XX recorrió Europa en incluso llegó a actuar ante los Romanov. Había fabricantes de cajas que aprovechaban para publicitarse desafiando a Houdini con sus cierres, como apunta Caamaño en su biografía. Claro está, había un truco. El engaño declina en el romántico ilusionismo de pervertir la realidad en favor de la sensación de engaño. Todo residía en esconder la llave. El autor nos relata en el libro cómo, a principios del siglo XX, tan solo había un centenar de llaves para todas las cerraduras del mundo y Houdini viajaba con ellas a todas partes. Utilizaba un sistema de clasificación de llaves y ganzúas pero lo que nunca se ha sabido es cómo sabía qué llave exacta debía utilizar. Ese, entre otros muchos, fue el éxito de su grandeza. Por eso, sus trucos no son desvelados en este libro, por respeto al escapista (así como a los actuales magos).
Eran los años de la psicoquinesis, las mesas parlantes, los médiums y la escritura automática. La relación de Houdini con el más allá fue una constante, como relata Caamaño, y aunque no fue escéptico tampoco logró encontrar ningún clarividente que le permitiera establecer contacto con su amada madre. Con su amigo Conan Doyle tuvo grandes diferencias sobre el asunto, ya que, como es sabido, el creador de Sherlock Holmes creía profundamente en los poderes sobrenaturales. Una sesión en casa del escritor rompió su amistad y empujó a Houdini a convertirse en un ferviente antiespiritista. Fue cuando el escritor y su mujer invitaron al matrimonio a su casa, para que Jean Doyle contactara con su madre a través de escritura automática. Quince, fueron las páginas que llenó, presuntamente dictadas por la difunta Cecília Weyss. Cuando el mago las leyó, no encontró más que vaguedades genéricas, con frases insustanciales, y escrita en inglés. Un idioma del que la madre de Houdini apenas aprendió unas cuantas palabras... Por no hablar de la cruz al principio de la misiva, impensable en una judía devota y esposa de rabino. Aquel incidente no sólo terminó con la amistad de los cuatro, sino que provocó que Houdini ideara un código clave para que su esposa, a su muerte, no se dejara engañar por la legión de espiritistas que intentarían engañarla.

Camisas de fuerza

Y lo cierto es que no moriría mucho después. Pero no como siempre hemos creído, sino de apendicitis (peritonitis) y en un hospital. El atleta que entrenaba duro, el nadador que se alzó con múltiples medallas, el hombre que escapó de cuerdas, cadenas, camisas de fuerza, esposas, barriles, baúles, bidones, bolsas, sacos, ataúdes, jaulas y habitaciones cerradas... El mismo que se sumergía a diario en una bañera de agua llena de bloques de hielo hasta lograr aguantar la respiración tres minutos, murió a consecuencia de los puñetazos de un admirador.
Joselyn Gordon Whitehead, boxeador profesional, abordó junto a un grupo de amigos a Houdini en octubre de 1926. Acababa de terminar un espectáculo y le retó a recibir algunos golpes en el abdomen para comprobar su legendaria resistencia. Aunque aguantó el envite, aquello le generó una rotura del apéndice que ya estaba inflamado. Pese a todo siguió trabajando a pesar de los dolores y la fiebre, hasta que fue hospitalizado y se rindió ante lo inevitable: el telón se había caído para él. Una burda peritonitis se le llevó al otro mundo en el que no se sabe si creía. Ni homicidio, ni envenenamiento con suero experimental. Falleció –como escribe su biógrafo– por un cúmulo de circunstancias y su cabezonería. En el 2007 sus familiares quisieron exhumar el cuerpo pero su petición fue denegada. Sus restos yacen en un cementerio judío en Queens (Nueva York), en el mausoleo que él mismo había elegido y con el que, como el gran «truco final», brilla su ingenio: Su busto es el único que sobresale, en un calculadísimo efecto. Incluso, tras su muerte, es capaz de sobresalir. Su tumba encierra un último misterio: se enterró por petición propia con todas las cartas de su madre a modo de almohada mortuoria. Su biógrafo sostiene que pudiera ser para pasar la eternidad con las palabras de su madre como bálsamo.
Tal y como vaticinó Houdini, su esposa recibió a un sinfín de médiums con «mensajes» para ella, especialmente uno llamado Arthur Ford, aunque sólo una vez recibió el código secreto que pactara su marido: «Rosabelle cree». El fraude estribaba en que la propia Bess había desvelado esas dos palabras a un periodista y fue víctima de un engaño. Tras el timo, la noche de Halloween del año 1936, llevó a cabo un último intento con una sesión de espiritismo en la azotea de un hotel de Hollywood. Nada. Como siempre. Apagó la vela que simbólicamente había mantenido encendida junto a la fotografía de Houdini y dijo: «Diez años son suficientes para esperar por cualquier hombre. Todo ha terminado. Buenas noches, Harry». Es, desde entonces, tradición entre los magos celebrar sesiones espiritistas para invocar el espíritu del genio escapista cada 31 de octubre.

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