Huppert muerde la manzana equivocada
La actriz se pone al servicio de Jacquot en «Eva», un «remake» desafortunado de la cinta que realizó Joseph Losey en 1962.
La actriz se pone al servicio de Jacquot en «Eva», un «remake» desafortunado de la cinta que realizó Joseph Losey en 1962.
Cuando la gran Jeanne Moreau protagonizó «Eva» a las órdenes de Joseph Losey tenía 34 años. Isabelle Huppert está a punto de cumplir 65. En esa considerable diferencia de edad, la nueva adaptación de la novela de James Hadley Chase derrapa hasta que se le corre el maquillaje. En manos de Benoît Jacquot, Eva, que es el paradigma de la mujer fatal (ergo: fría, calculadora y manipuladora), se convierte en una mujer trabajadora, una prostituta de lujo con una agenda apretadísima y que se debe a un solo hombre, su esposo. Para ambas, sí, el deseo es una transacción económica, pero si la Eva de Moreau era un enigma, la de Huppert es puro pragmatismo.
La película de Losey duraba dos horas y diez minutos, después de haber pasado por el corte y confección de sus productores. La de Jacquot, que ayer se presentó a competición en la Berlinale, dura una hora y cuarenta. El tiempo es oro: si la seducción de Eva/Moreau se desplegaba sobre su presa con la densidad de un manto de terciopelo, la de Eva/Huppert se precipita a corte, con la frenética impaciencia de un suicida conduciendo un Fórmula 1. Da la impresión de que esa velocidad narrativa, que impide cualquier asomo de desarrollo dramático, tiene el objetivo de disimular el «miscasting» de Huppert y la incapacidad gestual de Gaspard Ulliel, tal vez uno de los peores actores del cine francés.
Un juego metaficcional
Bertrand (Ulliel) es un usurpador, un simulacro de escritor, que le roba una obra de teatro a un autor de prestigio en su lecho de muerte y la firma con su nombre. A su éxito de prestado se le supone un carisma, un plus de seducción, que Ulliel, con su cara de desatascador, no sabe transmitir. Bertrand quiere aprovechar su relación con Eva como materia prima para su nueva obra, aunque ese juego metaficcional no hace sino certificar la pobreza de sus intercambios emocionales. Con ese truco vagamente kauffmaniano Jacquot pretende deconstruir esa fascinación, y la reduce al mínimo común denominador de lo banal. Es decir, mientras intenta desentrañar los vínculos de poder y dependencia, revela su simpleza y su trivialidad.
En «Transit», la primera película alemana a concurso, Christian Petzold también se pone metalingüístico a partir de una idea tan estimulante como desconcertante: contar una historia de alemanes judíos que quieren emigrar a América después de la ocupación nazi de Francia, renunciando a la ambientación de época, o lo que es lo mismo, creando una realidad alternativa donde el pasado es idéntico al aquí y ahora. El espectador tarda en acostumbrarse a tan radical operación de extrañamiento brechtiano, aunque, desde un plano teórico, es todo un hallazgo. El trauma de la emigración por causas políticas se hace atemporal y se universaliza, mientras la Historia deviene un divagar imaginario, proyectado sobre las calles y el puerto de Marsella de 2017. El efecto es singularísimo.
«Transit» es, como lo era «Phoenix», su anterior filme, la deconstrucción de un género, el melodrama, desde una óptica que no hubiera desagradado al Fassbinder de «El matrimonio de Maria Braun». Petzold hace acopio de muchas de las constantes del género tratándolas de un modo distanciado y reflexivo, admitiendo que es imposible abordar un melodrama en estos tiempos que corren sin ponerlo en cuestión o abrirlo en canal.