José Luis Pardo: «La ideología es lo menos parecido a la actividad intelectual libre»
Hoy se inaugura la Feria del Libro de Madrid. El filósofo, que la próxima semana participará en una de sus actividades, reflexiona sobre el papel de la cultura y la decadencia de la figura del intelectual
Lo señaló poco antes de pronunciar una conferencia en el Espacio Bertelsmann de Madrid: «Asistimos a un deterioro constante de los paradigmas de la Ilustración sin que se haya presentado una alternativa». José Luis Pardo, autor de «La regla del juego» y «Esto no es música» (Galaxia Gutenberg), comenta las causas que propician el declive de la figura del intelectual en nuestra sociedad.
–¿Qué debemos entender hoy por conocimiento?
–La palabra conocimiento tiene buena prensa. De hecho, me gusta esa palabra, pero se ha convertido en una etiqueta para designar el nuevo orden del conocimiento. Ahora se llama conocimiento a una cosa que es información y no toda la información es conocimiento. Hay muchas cosas que se pueden llamar conocimiento, el arte, el periodismo, pero lo fundamental era el apellido que se añadía: científico, técnico... Al designar conocimiento a toda esa cantidad de información que, a veces, circula por la red, se tiende a pensar en el conocimiento como un flujo descualificado, que todo tiene el mismo valor, y eso desacredita los conocimientos específicos, los apellidos.
–Aquí entran los «nuevos tutores». Los que ahora sustituyen al intelectual.
–Hay una paradoja interesante. Una de las razones por las que el término intelectual está desprestigiado hoy es que parecía que los intelectuales decían a la gente lo que debían pensar. La gente reaccionaba, por ello y se preguntaban quiénes eran estas personas para asegurar cómo tenemos que pensar. Pero fue justo al revés lo que sucedió. Siempre ha habido escritores que han tenido influencia social, pero Eurípides no eran un intelectual; Dante, tampoco. Los intelectuales los ha habido a finales del siglo XVIII y el XIX en Europa, porque hubo precisamente una rebelión contra los tutores, los que sí decían qué había que pensar. Los intelectuales pusieron en tela de juicio los púlpitos y ministerios dedicados a esto. Ahora podemos hablar de líderes de opinión. Nadie aceptaría en este momento que le dictaran sus ideas, pero sí, en cambio, que se le proporcione información precocinada, digerida. El trabajo intelectual consistente en desconectarse de lo que la gente quiere oír y plantear preguntas incómodas.
–Parece que asistimos a la llegada de un nuevo mundo, pero no contamos con intelectuales, como hubo en otras épocas.
–Los intelectuales surgen en el siglo XVIII y XIX por dos motivos: uno es que los artistas, científicos y escritores reclamaron autonomía para sus producciones y tener los recursos para producir sus obras artísticas y literarias, y hacerlo con sus criterios sin deber nada a los poderes económicos, morales y religiosos. Hay un elemento de independencia, que es un entramado de revistas, periódicos y universidades, por el que la sociedad decide tener un dispositivo para observarse a sí misma. En segundo lugar, había un espacio público y un público al que se consideraba capaz de juzgar. Las ideas de público y espacio público se refieren a un lugar donde la gente no recibe una instrucción de cómo juzgar, sino que es capaz de formarse un criterio propio. Estas dos cosas se han minado a finales del siglo XX y principios del XXI. Se ha minado la autonomía de los creadores y productores culturales; se ha sometido este tipo de producciones al mercado, por una parte, y a los intereses políticos, por otra. El espacio público ha sufrido un deterioro constante y eso explica la crisis de los intelectuales y su escasa influencia. El problema de los intelectuales es que cada vez tienen menos autonomía para sus trabajos. El mundo digital es prometedor, lo que pasa es que nadie sabe qué es este mundo. Tenemos la sensación de inaugurar un nuevo mundo y de que las instituciones están desvencijadas, pero no tenemos idea de cuál es el barco al que vamos a subir para eliminar esta obsolescencia. Existe una invitación a quemar las naves, y yo soy el primero que reconozco que la nave está averiada, pero sólo me subiré a una nave que sea sólida, no a una en la que se diga «ya iremos inventando sobre la marcha...». Recuerdo una anécdota, hablando de Foucault, en la que una persona afirmaba que había que quitar los tribunales de justicia. Yo le preguntaba cómo haríamos cuando hubiera un pleito. Él respondía: «Ya se nos ocurrirá algo». Pero luego no se nos ocurre nada y resulta que los tribunales no eran tan mala idea.
–El espacio público está siendo sustituido por internet. ¿Cuál es la consecuencia?
–Es muy atractiva la idea de que la red pueda ser un espacio público ampliado, pero en principio es un brindis al sol. Es una idea que les conviene difundir a las empresas tecnológicas. Pero internet es un espacio privado, administrado por unas empresas en régimen de monopolio. Además del uso comercial, también hay un uso individual, privado, que es una exaltación del yo, una forma de resaltar la privacidad como nunca antes se había soñado. Eso no tiene nada que ver con el espacio público. No porque la gente se reúna en un sitio, ese lugar es un espacio público. Tiene que haber otras condiciones. Y las nuevas tecnologías no producen espacio público. Hacen falta voluntad política e instituciones que lo garanticen.
–¿Los intelectuales se están quedando sin un foro que les escuche?
–Existen dos maneras de tomarse el declive de la prensa y el espacio público: estamos en un cambio cultural, histórico, y las viejas instituciones se han quedado viejas y hay que inventar otras nuevas. Pero éste es un discurso de alto contenido ideológico, porque nadie ha visto el futuro. Nadie puede asegurar cómo serán las cosas en quince años, ahora estamos en unos índices de desigualdad económica que no estaban previstos. Pero también puede decirse que todo esto, la posmodernidad, no es que sea una discusión acerca de lo que vendrá. La forma en cómo se ha minado a los creadores de cultura obedece a un programa deliberado de cambiar de política, no política con «p» mayúscula, sino políticas sociales, educativas y sanitarias. Si se repasan los últimos años, se ve que hay algo más de programa que de cambio de civilización.
–¿Y quién organiza esos cambios?
–El mundo de la cultura y los negocios cada vez está más mezclado. La cultura que, en cierta medida, sea un negocio no me parece discutible. La cuestión es cuando la cultura se convierte en sí misma en un negocio, igual que lo demás, y se mide por los criterios de una empresa, como eso de medir el valor económico de la lengua castellana. Por ese camino se impone un modelo empresarial que no sólo afecta a la cultura. Hemos llegado a la idea de que los estados deben funcionar como empresas privadas, buscar beneficios y que la rivalidad entre los estados sea como la de las empresas privadas. Esto produce el deterioro de lo público. No es que exista un único agente patógeno, sino que hay un movimiento intencionado en el que se toman decisiones en ciertos campos que sistematizan ese cambio y que conducen a la progresiva privatización de lo público y la pérdida de autonomía de los intelectuales.
–¿Qué le parece que los políticos provengan de la televisión?
–Es un síntoma del deterioro de la política. No podemos pensar que los viernes, en «prime time», hay una tertulia política. Lo que existe es una especie de «Sálvame Deluxe» en el que, en vez de hablar sobre «Gran Hermano», se habla de figuras políticas. Lo que vemos no se parece a un debate político ni por el forro, pero tiene una ventaja: es entretenido y barato. Es como mirar el horóscopo: tampoco te lo tienes que creer demasiado. Pero esos programas no tienen nada que ver con un debate político.
–¿Formación ideológica es igual a formación intelectual?
–La ideología es lo menos parecido a la actividad intelectual libre. La ideología es la construcción de un pensamiento coactivo que sí que consiste en decirle a la gente qué tiene que pensar. Lo que en otro tiempo fueron las justificaciones teológicas, por ejemplo, pues, en el siglo XX, fueron ideológicas, y por eso se ha hablado de los intereses en nombre de la sociedad, la liberación del proletariado... Eso amparaba atrocidades de todo género. La ideología es un sistema de pensamiento preelaborado para que la gente no tenga que pensar. Pero también existen ideologías que no se ven y que son poderosas. Cuando el Gobierno dice que hay que dar clases de empresariales a los niños de cinco años es también ideológico y doctrinal.
–Todo se mide en términos económicos. ¿Cómo afecta eso a las ideas?
–A medida que se han sustituido los criterios de las disciplinas científicas o artísticas por el valor del mercado, ha basculado la función del intelectual. En el siglo XIX y XX escribían en los diarios personas con una gran capacidad intelectual. Ahora lo que sucede es al revés. La gente escribe en los diarios y por eso goza de prestigio intelectual. Se ha invertido la dinámica del reconocimiento. Lo que importa hoy es salir, estar ahí. Para la gente que se ha educado en la figura del intelectual prototípica eso es letal.
–El intelectual ha sido incorrecto. ¿Hoy existe miedo a serlo y a decir lo que se piensa?
–Lo que hay es falta de independencia. Un intelectual del modelo que echamos de menos, antes podía dar un golpe en la mesa para quejarse del caso Dreyfus, por ejemplo. Ellos tenían un gran prestigio y lo invertían en causas que hacían que su voz fuera escuchada. En el momento en que se priva a los intelectuales de esas formas de legitimación, lo único que queda es el mercado, el favor del público, un intelectual siempre ha tenido la necesidad de favorecer a cierto público, pero el núcleo del trabajo intelectual es hacerse las preguntas de la gente que no se hace normalmente. No me gusta la idea de que el intelectual está siempre contra el poder. En el siglo XVIII estaban contra el poder porque era despótico, pero si es liberal y democrático no se tiene que estar contra él.
–¿Cuál es el daño de la política al intelectual?
–La figura del intelectual comprometido ha sido funesta en ocasiones. No voy a defender al intelectual encerrado en una torre. Debe vivir en su tiempo y tener sus simpatías políticas, pero lo que se espera de ellos es que sean imparciales. La figura del intelectual comprometido ha dado casos penosos, como Sartre, un gran pensador, pero con compromisos discutibles. El sectarismo político o la obligación de apuntarse a una cosa u otra ha hecho daño a los intelectuales y a la propia política.