Juego de guerras
Uno de los mayores espectáculos de nuestro tiempo es el deporte. Parece una actividad asequible a todos y hasta barata. Y ha alcanzado tal grado de proyección en la sociedad de masas que es demandado ya como un producto de consumo y espectáculo de entretenimiento social. En las actuales sociedades deportivizadas, son muchos los padres que se esfuerzan por hacer de sus hijos unos deportistas de alto nivel. Actúan influidos quizás por la popularidad y recompensa económica solo al alcance de unos pocos, los campeones. Estas dos dimensiones, popularidad y recompensa, proyectan a los deportistas como un referente ideal cuyos triunfos magnifican los propios medios de comunicación como en los epinicios del griego Píndaro. Y, por la popularización de las competiciones deportivas, estamos asistiendo a lo que algunos comunicólogos denominan neo-arcaísmo en la comunicación de masas. Consiste en sustituir las palabras, soporte básico de la comunicación, por imágenes en la televisión. Nada más fácil de comunicar que la imagen del propio cuerpo en movimiento; es un lenguaje universal. Por ello, las retransmisiones deportivas resultan asequibles a cualquier tipo de público, culto o inculto, rico o pobre. Así, esta sociedad de masas, cada vez más urbanizada y sedentaria, ha encontrado en el espectáculo deportivo una válvula de escape para evadirse de la realidad que circunda su existencia con crisis económicas y sociales. En consecuencia, todo el aparato publicitario se hace girar en torno a las formas de crear y mantener ilusión en un juego de polaridades en las que el deporte se mueve: entre categorías y conceptos extremos de ataque y defensa, de violencia y aburrimiento, de cooperación y tensión, de agresión y respeto, de flexibilidad y rigidez de las reglas; en suma, entre el interés de los jugadores y el interés de los espectadores. «El fútbol es una guerra simbólica», sentó el argentino Mariano Grondona, y en este juego de guerras participamos todos, vencedores y vencidos.