Kaurismaki, ovación a un humanista
La nueva película del cineasta, con la crisis de los refugiados como telón de fondo de la excelente «The Other Side of Hope», fue muy aplaudida en la Berlinale, tanto como Robert Pattinson en la alfombra roja.
La nueva película del cineasta, con la crisis de los refugiados como telón de fondo de la excelente «The Other Side of Hope», fue muy aplaudida en la Berlinale, tanto como Robert Pattinson en la alfombra roja.
Será que Aki Kaurismaki y Robert Pattinson tienen algo en común, porque las multitudes se rinden a sus pies. A cada uno lo suyo: al cineasta finés, que presentó «The Other Side of Hope» llevándose la primera ovación unánime de la Berlinale, se le ama por ser uno de los últimos cineastas humanistas vivos, por su sentido del humor, por sus cigarrillos electrónicos, porque da la impresión de que no tiene nada que vender y porque es una máquina de dar titulares, mientras que a Pattinson, que tiene un papel secundario en la excelente «The Lost City of Z», se le idolatra porque sigue siendo el vampiro que, indolente, siempre finge no estar entre los mortales.
«Como soy muy perezoso, tengo que inventarme trilogías para obligarme a trabajar», dijo Kaurismaki en una animada rueda de prensa. Y trabajar es hacer cine porque no sabe «talar madera». Prometió que la tercera parte será «una comedia feliz». La segunda, tras la bellísima «Le Havre», no lo es, aunque no anda falta de ironía. En cuestión de estilo, Kaurismaki nunca es más ni menos que Kaurismaki: planos fijos, montaje bressoniano, actores de gesto congelado, economía narrativa. Digamos que lo que hace contemporánea a «The Other Side of Hope» es su tema de fondo: la crisis de los refugiados. «Con mis películas no quiero cambiar al público, quiero cambiar al mundo», bromeó. «Bueno, como mis habilidades como manipulador son escasas, me conformo con cambiar a Europa. Si no, me iré a Asia». Chistes aparte, Kaurismaki explicó la génesis de la película: «No me gustó la actitud de algunos fineses cuando empezamos a acoger a los refugiados. Se comportaban como si fueran a robarles el coche». Y añadió: «Con “La gran ilusión” Jean Renoir dijo que quería impedir la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, luego tuvo que admitir su fracaso. El cine no tiene esa influencia sobre la Historia. Solo con que los tres espectadores que vean la película se den cuenta de que todos somos humanos me doy por satisfecho», concluyó con su acostumbrado gesto adusto.
Un refugiado sirio asoma la cabeza entre un montón de carbón. Es una imagen elocuente, preciosa, que emparenta a ese personaje con el célebre vagabundo chapliniano. Kaurismaki describe sin dramatismos su periplo para conseguir los papeles, aunque su historia pone los pelos de punta. Como contraplano a la hostilidad limpia, burocrática, del sistema, un viajante de comercio textil decide comprar un restaurante en quiebra para comenzar una nueva vida. Es en ese espacio donde el refugiado encontrará su pequeño paraíso de amistad y solidaridad, una forma de utopía en la que el cineasta sigue creyendo. «No hay una islamización de Europa. La cultura de la democracia está a un milímetro de morder el polvo. Detrás de las leyes siempre están los crímenes. Por eso le tengo respeto a Angela Merkel, ha sido la única consciente del problema con el que nos enfrentamos. Y que conste que no es una declaración política». La película desecha toda moraleja, aunque es un cuento moral. Es cine social sin más dogma de fe que el del humanismo.
Aventura exótica
Presentada en la sección Berlinale Special, «The Lost City of Z» apela al cine de aventuras exóticas ralentizando su metabolismo. James Gray también habla de una utopía, pero, al contrario que Kaurismaki, no es de carácter social sino mental y emocional. En cierto modo, la historia del militar y explorador Percy Fawcett (espléndido Charlie Hunnam), que en su primera expedición al Amazonas (acompañado, al menos en dos ocasiones, por un aventurero que encarna Robert Pattinson) descubre vestigios arqueológicos que interpreta como restos de una civilización avanzada a su tiempo, es la historia de una obsesión que no tiene nada que ver con la del Lope de Aguirre de Herzog. Es la pasión del idealista, que lo sacrifica todo sin tener garantías de lograr lo que desea, no por las ansias de poder absoluto sino por el placer de sentirse vivo. Nos atreviríamos a decir que es muy parecido a lo que busca Gray en el cine, un paraíso perdido que no es como otro cualquiera. En esta epopeya de combustión lenta, el director de «Two Lovers» consigue ser fiel a sí mismo –sobre todo en el último tercio de metraje, de un generoso vuelo poético, donde recupera uno de sus temas predilectos: la complejidad de las relaciones paterno-filiales– haciendo de un viaje épico una experiencia íntima.