La antigua Tenochtitlán emerge del subsuelo
Una torre de cráneos, una cancha de Juego de Pelota y el Templo al dios del viento completan los hallazgos que pronto podrán ser visitados en el centro histórico de la capital mexicana. y que revelan las costumbres, los ritos, la religión y el esplendor que tuvo la capital del imperio azteca.
Una torre de cráneos, una cancha de Juego de Pelota y el Templo al dios del viento completan los hallazgos que pronto podrán ser visitados en el centro histórico de la capital mexicana
y que revelan las costumbres, los ritos, la religión y el esplendor que tuvo la capital del imperio azteca.
La segunda ciudad más grande del mundo esconde bajo sus cimientos los restos de la antigua capital del Imperio azteca, una urbe que en el siglo XVI estaba también entre las más pobladas del planeta. Los primeros escritos que hablan del esplendor de Tenochtitlán corresponden a las cartas que el conquistador Hernán Cortés, enviaba al emperador Carlos V para informar sobre los avances de la conquista del Nuevo Mundo. «La gran ciudad de Tenochtitlán está construida en medio de este lago salado, y hay dos leguas del corazón de la ciudad a cualquier punto de tierra firme. Cuatro calzadas conducen a ella, todas hechas a mano y algunas de doce pies de ancho. La ciudad misma es tan grande como Sevilla o Córdoba; las calles principales son muy anchas y por lo menos la mitad de las vías públicas más pequeñas, son canales por los cuales van en sus canoas», rezaba el escrito.
Esto fue lo que se encontraron los 400 españoles supervivientes de la expedición mexicana, acompañados también de 15 caballos y siete cañones. Solo ellos serían capaces de derrocar un imperio compuesto por 15 millones de indígenas. Para ello se valieron de la inocencia del emperador Moctezuma II, el cual, fascinado por la divinidad de sus visitantes, les abrió las puertas de su capital. Tras unos meses de tensa calma, el gobernador azteca fue encarcelado, lo que derivó en la expulsión de los españoles de la ciudad, la Noche más Triste, la conquista y caída final del imperio mexica.
Recinto sagrado
Quinientos años después de estos hechos, La Razón accede a las excavaciones que están sacando a la luz los tesoros de la antigua capital azteca. Un proyecto que rastrea el subsuelo de siete manzanas del centro histórico de la Ciudad de México, donde se sabe que estaba ubicado el Templo Mayor, un recinto sagrado que suponía el centro del universo para la cosmovisión mexica. Detrás de lo que hoy es la Catedral Metropolitana, en la calle Guatemala 12, se encuentra esta ventana histórica que nos abre Raúl Barrera, coordinador del Programa de Arqueología Urbana.
Después de casi siete años de trabajo, los arqueólogos pudieron anunciar en julio de este año, el hallazgo de una parte importante de este espacio ceremonial que en su tiempo llegó a ocupar casi dos campos de fútbol. En concreto los restos del principal Templo de Ehécatl (dios mexica del viento), una estructura de más de 30 metros de largo con una forma circular de piedra volcánica. Según las creencias indígenas, esta divinidad barría los cielos y atraía la lluvia con sus vientos benignos. «Su fachada todavía no podemos verla, pero creemos que puede estar debajo de lo que hoy es el Centro Cultural de España, en esa misma calle Guatemala», apunta Barrera.
Los investigadores, a sabiendas de que los templos católicos se habían levantado sobre los templos mexicas, pudieron detectar rápidamente otra construcción contigua a este santuario: el Juego de Pelota, conocido también como Juego de los Dioses, del que hasta ahora se tiene poco conocimiento. De lo que se sabe: era utilizado para resolver disputas, que no solo era un deporte, si no también un ritual religioso muy extendido en la cultura mesoamericana y que incluía algún sacrificio humano. La cancha encontrada abarca una extensión de 50 metros y presenta una imponente escalinata por donde debían entrar los contendientes. Además, debajo de estas escaleras, se ha encontrado una gran ofrenda ritual formada por varios grupos de cervicales humanas, que corresponden a una treintena de individuos, desde niños hasta jóvenes.
En la misma calle Guatemala, a la altura del número 24, les aguardaba otra sorpresa que vuelve a demostrar por qué el centro de la Ciudad de México es un tesoro a la espera de ser descubierto. A solo dos metros de profundidad se encuentra el gran Tzompantli, el altar más importante del Imperio azteca, donde los mexicas colocaban cientos de cráneos sangrantes en honor a Huitzilopochtli, su dios de la guerra. Las calaveras pertenecen, como recuerda el arqueólogo Barrera, «a personas especiales, no cualquier ciudadano común. Generalmente, grandes guerreros, propios y rivales, también a mujeres guerreras, porque ambos sexos iban a la guerra. El objetivo no era solo como ofrenda, sino también como advertencia a posibles enemigos y como táctica para someter y controlar a la población».
Dientes y muertos
Varios cronistas de las indias recogen este tipo de construcción en sus escritos. Uno de ellos es el extremeño Andrés de Tapia, quien a mediados del siglo XVI redactó su «Relación de algunas cosas de las que acaecieron al Muy Ilustre Señor Don Hernando Cortés», una crónica sobre lo que ocurría en Tenochtitlán meses antes de la conquista en la que asegura: «[Había] sesenta o setenta vigas muy altas, hincadas (...) puestas sobre un teatro grande hecho de cal e piedra, e por las gradas de él muchas cabezas de muertos pegadas con cal, e los dientes hacia fuera. Estaba de un cabo e de otro de estas vigas, dos torres hechas de cal e de cabezas de muertos (...) en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las sienes (...) hallamos haber ciento treinta y seis mil cabezas».
Unas cifras que, de acuerdo con Raúl Barrera, «deben estar exageradas». Se sabe que en total había siete construcciones de este tipo en toda la ciudad, siendo la descubierta la principal de todas. Hasta la fecha se han observado 450 cráneos de los que «el 70% son de hombres, el 20% mujeres y el 10% restante de niños», asegura el investigador. Sobre estos últimos, Barrera cree que en vida podrían haber servido como «representantes de las divinidades, dioses encarnados en niños. Estos eran venerados y muy cuidados, hasta que finalmente eran ofrecidos a los dioses en forma de sacrificio». Todos estos espacios que afloran desde el subsuelo están siendo habilitados para visitas. Actualmente ya se puede observar, desde un pasillo subterráneo, el Templo Mayor y, según comenta Raúl Barrera: «En un período máximo de tres años esperamos poder habilitar enseguida la zona para su visita y mostrar los últimos hallazgos».