«La autora de las meninas»: El arte y sus perversos amantes
Ernesto Caballero. Intérpretes: Carmen Machi, Mireia Aixalá y Francisco Reyes. Teatro Valle-Inclán. Madrid. Hasta el 28 de enero.
No sé si Ernesto Caballero se sentirá más director o más autor; desde luego yo no sabría en cuál de estas dos facetas situar sus mejores logros. Quizá sea la primera la que más fama le da, pero lo cierto es que cuando se pone a escribir teatro lo hace, desde un punto de vista técnico, de manera brillante. Sus obras podrán gustar mucho, poco o nada, faltaría más; pero suelen estar construidas con una destreza literaria y una perspicacia intelectual que ya quisieran algunos nuevos y aclamados autores más jóvenes. El lenguaje y el ritmo se cuidan, y las réplicas en los diálogos dimanan de la idiosincrasia del personaje que las tiene que dar, y no del soterrado pensamiento del autor. Y eso es lo que ocurre aquí, en «La autora de Las meninas», una obra que tiene además el mérito de estar escrita en un registro de humor muy complicado, porque es amable y a la vez contestatario, que Caballero ya ha cultivado anteriormente con eficacia. Los disparatados pero comprensibles conflictos de una monja copista a quien el gobierno de turno, en un futuro no muy lejano, encarga una reproducción de «Las Meninas» que sustituya al original, para que este se venda en el extranjero y el erario público pueda así sanearse, son la base argumental de esta obra en la que el dramaturgo y director madrileño reflexiona con tino y profundidad, en clave de comedia, sobre la polémica manera que tienen de relacionarse con el arte y la cultura los gobernantes, los ciudadanos y los propios artistas. Hay una sagaz crítica, aplicada con suave vaselina, al preocupante calado de los populismos más burdos en una sociedad a la que se presupone avanzada, a la minusvaloración que esa sociedad en general, y los políticos en particular, hacen de la cultura; al inmoral egocentrismo de las políticas locales, regionales o autonómicas; al torticero e ideologizado significado que se quiere dar a toda obra de arte; y, por último, al engreimiento del creador y a su absurda pretenciosidad. Todo ello, dejando en el camino un bonito y certero análisis de un hecho artístico en el que conviven necesariamente, y convivirán inexorablemente hasta el fin de los días, la técnica artesanal y la revelación innovadora. De la esterilidad que puede conllevar el mero desarrollo de obras a partir de modelos y esquemas fijos («¿Nunca ha pintado nada original?», le pregunta a la monja copista con extrañeza el vigilante del museo, que no es en realidad sino el demonio intentando tentarla) a la vacuidad que puede acarrear un arte cuya razón de ser se funda exclusivamente en su vocación rupturista y en su afán por destacar la mano creadora por encima del objeto creado («Nada de textura. Nada de brochazos. Ni esquema ni dibujo (...) Nada de tiempo. Ni objeto, ni tema, ni asunto. Nada de símbolos. Ni placer, ni dolor. Nada de nada», concluye la monja en su divertidísimo arrebato vanguardista y performativo). Y todo ello contado sobre el escenario por una actriz como Carmen Machi, a la que el papel protagonista de esta religiosa humilde y sencilla, pero falible como cualquier ser humano, le va como un precioso traje hecho a medida. Y probablemente así, a medida, haya sido concebido el personaje para ella. Es la ventaja que tiene Caballero–aquí no cabe atribuirle mérito– por ser el autor, el director y, en cierto modo, el coproductor –como máximo responsable del Centro Dramático Nacional– del espectáculo
LO MEJOR
La elegancia y el distanciamiento con el que se aborda el asunto
LO PEOR
El desenlace se demora demasiado y falta brillo en los secundarios