La calavera del Papa Clemente VI
En unos tiempos en los que someterse a una trepanación del cráneo era sinónimo de muerte, al Papa Clemente le fue practicada una y vivió para contarlo. Muchos dijeron: «¡Milagro!»
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En unos tiempos en los que someterse a una trepanación del cráneo era sinónimo de muerte, al Papa Clemente le fue practicada una y vivió para contarlo. Muchos dijeron: «¡Milagro!».
Nadie dudó jamás de la palabra de Francesco Petrarca, el lírico y humanista italiano y universal que tanto influiría, siglos después, en Lope de Vega, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo o William Shakespeare. ¿Y qué dijo Petrarca...? Nada menos que dio fe de un hecho insólito: Clemente VI, el Papa número 198 de la Iglesia Católica cuyo pontificado se extendió en la década de 1342 a 1352, llamado de seglar Pierre Roger de Beaufort, fue sometido a una trepanación del cráneo... ¡y con rotundo éxito! Así, como suena. Por increíble que parezca, en pleno siglo XIV, e incluso antes, se perforaba ya la cocorota de propios y extraños, como acreditaba el cirujano italiano Rogerio en su «Practica Chirurgiae», publicado hacia 1180: «Perfórese enseguida –escribía el galeno– el lado de la hendidura con un trépano, o sea con un instrumento de hierro, y háganse tantos agujeros como parezcan convenientes; entonces, con una sierra, pasando de un agujero a otro, incídase en dicho cráneo de modo que la incisión llegue hasta el extremo de la hendidura».
Pero no fue Rogerio quien operó a Clemente VI por razones obvias, pues vivió dos siglos antes que él, sino con toda probabilidad el celebérrimo Guy de Chauliac, de la escuela de Montpellier, nacido en la aldea francesa del mismo nombre cuando ésta tenía tan solo 140 habitantes y pertenecía a la Diócesis de Mendes, en el ocaso del siglo XIII. Chauliac fue presbítero y estudió Cirugía en Tolosa de Francia, Montpellier, Bolonia y París. Hoy se le considera como una lumbrera de la Edad Media y uno de los más gloriosos precursores de la moderna cirugía. Y no es para menos. La trepanación del cráneo de Clemente VI se efectuó poco antes de que fuera elevado al solio de Pedro, lo cual resultó decisivo para que Chauliac figurase en el primero y privilegiado lugar de la nómina de cirujanos del Romano Pontífice y de sus sucesores Inocencio VI y Urbano V.
Refinados gustos
Perforar el cráneo de cualquier ser humano con garantías de éxito, como le sucedió a Chauliac con Clemente VI, constituía ya entonces una verdadera hazaña de la ciencia cuando no, para hombres tan piadosos como ellos, un auténtico milagro impetrado del Cielo. Pero las huellas indelebles de Chauliac en el cráneo del Romano Pontífice tuvieron además una innegable utilidad post mortem: gracias a ellas, pudo reconocerse tras no pocos esfuerzos el esqueleto del difunto una vez profanada su tumba por un grupo de vándalos hugonotes en 1562.
Previamente, el 6 de diciembre de 1352, Clemente VI había rendido su alma ante el Altísimo. En cumplimiento de su último deseo, sus restos se inhumaron en la Abadía benedictina de San Roberto de la Chaise-Dieu, donde había ingresado a la temprana edad de once años para hacer su profesión religiosa.
En el mismo coro del monasterio se construyó a tal efecto una suntuosa tumba de mármol blanco recubierta con una fina capa de oro. Clemente VI no fue un Papa modélico, que digamos, a juzgar por la opinión de muchos de sus contemporáneos, quienes le acusaron con razón de nepotismo, pues la mayoría de los cardenales que designó eran parientes suyos, incluido el futuro Papa Gregorio XI; y, por si fuera poco, no faltaron tampoco quienes le tildaron de incurrir en pecado de simonía ante la imperiosa necesidad de financiar sus exquisitos gustos y las más refinadas artes y letras. El mismo Petrarca, que disfrutó de los privilegios del pontífice, constituye un buen ejemplo de ello.
Erigido cardenal en 1338 por Benedicto XII, a quien sucedió en el pontificado, Clemente VI confió siempre en su cirujano favorito, cuyo tratado de cirugía fue estudiado en toda Europa durante casi dos siglos. Con razón escribía Chauliac: «Somos como niños subidos en los hombros de un gigante, y desde esta altura podemos ver todo lo que ve el gigante y un poco más». Chauliac se encaramó así hasta la misma cabeza de la Iglesia, la afeitó antes de practicar la trepanación, como era su costumbre, y describió las fístulas de líquido cefalorraquídeo en las fracturas que observó, registrando incluso los efectos de la hipertensión arterial intracraneal sobre el ritmo respiratorio de su egregio paciente.
El mismísimo Francesco Petrarca no pudo dar crédito jamás a lo que le contaron sobre su preciado mecenas, limitándose a ejercer de notario de la Historia y de la cirugía en particular: Clemente VI, en efecto, vivió para contarlo en una época en la que una trepanación constituía la antesala de la muerte.