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La heroica hazaña del «Plus Ultra»

En 1926 Ramón Franco y sus tres acompañantes atravesaron en hidroavión el Atlántico sur en una expedición llena de dificultades
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En 1926 Ramón Franco y sus tres acompañantes atravesaron en hidroavión el Atlántico sur en una expedición llena de dificultades.
Una de las más grandes leyendas de la Historia es, sin duda, la coronada por el hidroavión «Plus Ultra» a los mandos del comandante Ramón Franco, el hermano maldito del Caudillo, de la cual me ocupé con detalle en mi biografía «Franco, el republicano», considerada por el hispanista Stanley Payne como «la mejor» publicada hasta hoy. Atravesar el Atlántico Sur en una auténtica «cafetera volante» como aquella, tras despegar el 22 de enero de 1926 de Palos de la Frontera (Huelva) para amerizar de milagro en Buenos Aires el 10 de febrero, constituye una gesta inolvidable en la historia de la aviación mundial. Durante las primeras cuatro horas, voló el «Plus Ultra» por encima de las nubes para sortear los chubascos, a una altitud media de 1.500 metros. De pronto, entre la bruma, los cuatro tripulantes –el comandante Ramón Franco, el capitán de Artillería Julio Ruiz de Alda, el teniente de navío Juan Manuel Durán, y el mecánico Pablo Rada– divisaron a unas diez millas náuticas la parte alta de la isla de Las Palmas. Franco redujo entonces motores y se introdujo por el hueco de unas nubes. A las cuatro de la tarde, amararon en el Puerto de la Luz.
El estado del mar les obligó a permanecer dos días allí, hasta el lunes 26 de enero, cuando, tras vaciar la mitad de la gasolina, Ramón pudo al fin despegar. En veinte minutos, aprovechando el viento favorable a una altura de doscientos metros, el «Plus Ultra» llegó a Gando, hasta cuya bahía llevó el cañonero Infanta Isabel el combustible necesario para el largo trayecto a Cabo Verde.
Al día siguiente partieron hacia allí, tras aligerar el hidroavión en 400 kilos de peso. El amaraje en Porto Praia fue muy difícil, pues el fortísimo alisio encrespaba el mar en el extremo oriental de la bahía. Pero Franco y sus hombres sabían que lo peor estaba aún por llegar. El trayecto desde Porto Praia a Pernambuco planteaba dos serios inconvenientes. Por un lado, Franco debía despegar con el aparato cargadísimo, dado que necesitaba tres toneladas de combustible para recorrer más de 2.800 kilómetros. Eso situaba la carga total en 3.700 kilos, con un peso al despegue de 7.200 kilos. Para elevar semejante mastodonte en el aire, el piloto necesitaba un espejo de agua muy extenso y casi perfecto.
Por si fuera poco, el vuelo debía durar más de dieciséis horas, por lo que sería imposible realizarlo entero con luz solar. Ramón prefería efectuarlo con luna llena, para lo cual debía despegar por la tarde, volar durante toda la noche y amarar finalmente en Pernambuco por la mañana, ya con luz solar.
Pero, por desgracia, la luna llena ya había pasado. Como no se fiaba de la iluminación de los instrumentos de navegación y consideraba además arriesgado realizar un amaraje por avería a la incierta luz de las bengalas, decidió partir hacia Pernambuco a media noche para llegar allí aún de día; así, las horas de luz serían sólo las cuatro o cinco primeras del vuelo. Una vez más, Franco ordenó aligerar la carga, prescindiendo incluso del teniente Durán, embarcado en el destructor de apoyo Alsedo.
El jueves, 28 de enero, Ramón exploró la costa de la isla a bordo de una canoa del Blas de Lezo, en busca de un espejo de agua apropiado para el difícil despegue. Pasada Punta Preta, localizó una extensión de agua resguardada, conocida como Barrera do Inferno. Finalmente, Franco pudo despegar al segundo intento, cuando eran ya las seis y diez minutos de la mañana. Nueve horas después festejaron su paso por el Ecuador con una copa de coñac que Ruiz de Alda sirvió a Franco y Rada.
A las 18.15 horas el comandante avistó la isla de Fernando de Noronha. El sol empezaba ya a declinar con la celeridad acostumbrada en las regiones ecuatoriales, convirtiendo en memorables los últimos veinte minutos del vuelo.
A veinticinco millas náuticas al noroeste de la isla, se hizo el ocaso y Franco no tuvo más remedio que amarar de inmediato. Los tres tripulantes (Durán seguía a bordo del Alsedo) pernoctaron aquella noche en el interior del aparato. Franco descorchó la única botella de vino de Jerez que llevaban consigo. Brindaron todos agotados, pero alegres porque habían superado una de las etapas más complicadas del viaje.
Poco después, nada más leerse el despacho de la llegada del hidroavión a Fernando de Noronha, un fervor multitudinario alcanzó hasta el último confín de España. La hazaña estaba al alcance de la mano.

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