La leyenda del hombre lobo gallego
Manuel Blanco Romasanta, que asesinó y devoró a nueve mujeres en Galicia, aseguraba que un maleficio lo convertía en licántropo
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A mediados del siglo XIX, una serie de espeluznantes asesinatos aterrorizaron a varias aldeas de la Galicia interior, dejando tras de sí una huella terrible. Hasta el punto de que hoy todavía se recuerda el nombre del criminal: Manuel Blanco Romasanta, «el hombre lobo de Allariz».
A mediados del siglo XIX, una serie de espeluznantes asesinatos aterrorizaron a varias aldeas de la Galicia interior, dejando tras de sí una huella terrible. Hasta el punto de que hoy, siglo y medio después, todavía se recuerda con aprensión y espanto el nombre del criminal: Manuel Blanco Romasanta, apodado «el hombre lobo de Allariz». Envuelto en brumas y neblinas, el bosque gallego es tierra fértil para que arraiguen en él los más fantásticos mitos y leyendas: procesiones de almas en pena como la Santa Compaña, meigas malas y malísimas, trasgos insidiosos... e incluso el «lobishome», nombre con el que se conoce hoy al hombre lobo en aquellos hipnóticos parajes. Desenmascaremos ya a nuestro siniestro protagonista Manuel Blanco Romasanta. Nacido en Allariz, provincia de Orense, en 1809, contrajo matrimonio con veintidós años, pero su esposa falleció misteriosamente al cabo de tan solo unos meses.
Se cree que hasta entonces era un hombre corriente que ejercía el oficio de sastre. Pero nada más enviudar abandonó su vida sedentaria para convertirse en un vendedor ambulante que recorrió Galicia entera. Romasanta era diminuto, de apenas metro cuarenta de estatura. Pequeño pero matón. De carácter afable, era considerado buena persona, incluso ayudaba en la parroquia de forma altruista. Se llevaba bien con todo el mundo, en especial con las mujeres. De ahí que llegara a forjarse fama de ser algo afeminado. Pero esa era únicamente una fachada, porque en su interior ya había empezado a maquinar los planes más maquiavélicos que uno pueda imaginar. Solo aguardaba con la frialdad del psicópata a que se le presentase la ocasión para actuar. Y su encomiable paciencia dio el fruto tan madurado...
Hombre caritativo
Conoció a una mujer abandonada por su marido y empezó a cortejarla. Caritativo donde los haya, Romasanta dio trabajo enseguida a la mujer y a su hija pequeña en el negocio de la venta ambulante. Hasta que cierto día la niña desapareció sin dejar el menor rastro. El buhonero aseguró a la madre que la había colocado como sirvienta en una casa de Santander. La mujer no se extrañó. Al contrario: se alegró, pues vio cumplido así el favor que tantas veces le había suplicado. Meses después, ella decidió visitarla en compañía de Romasanta. Aquella fue la última vez que se vio a la pequeña con vida. Nadie supo explicar qué le había sucedido. A la infortunada chiquilla le siguieron otras, camino del sepulcro. El modus operandi de Romasanta era siempre el mismo. Elegía mujeres vulnerables –madres solteras o separadas–, sin un hombre protector a su lado que pudiese hacerle frente. Las engatusaba con zalamerías, conquistando su voluntad. Lograba fascinarlas prometiéndoles viajes a Orense o Santander, donde ellas esperaban encontrar esparcimiento y prosperidad. Viajes que jamás llegaban a su destino, pues en el camino las asesinaba en lo más remoto del bosque impenetrable.
Años después, durante su comparecencia ante el juez, Romasanta justificaría su cadena de asesinatos en un supuesto maleficio que le hacía adoptar la forma de un temible lobo, induciéndole a cumplir con su fatídica misión: la de matar a sus víctimas y devorarlas a continuación con sus propios dientes y uñas.
Si algún aldeano preguntaba al verdugo por las mujeres emigradas, él les enviaba cartas falsas de su puño y letra en las que sus víctimas narraban su vida en un supuesto edén. La astucia e inteligencia caracterizaron a Romasanta durante aquellos feroces años. Pero al final su codicia le traicionó. Los paisanos empezaron a sospechar al verle vender en ferias algunas prendas reconocibles de sus víctimas. Circularon rumores incluso de que ofrecía ungüentos de grasa humana en boticas de Portugal. Las autoridades policiales no tardaron en cursar una orden de caza y captura del presunto sacamantecas, pero Romasanta se dio a la fuga.
Detenido finalmente en un pueblo de Toledo, donde trabajaba con falsa identidad, fue juzgado y condenado a morir a garrote vil por el asesinato probado de nueve personas. El caso del hombre lobo de Allariz fue seguido con enorme interés por la prensa nacional e internacional de la época. Pero, por increíble que parezca, la carta de un hipnólogo francés le salvó de morir finalmente ajusticiado; en ella, el experto alegaba que el reo podía sufrir un trastorno mental llamado «licantropía», lo cual fue razón suficiente para ablandar el corazón de la reina Isabel II, quien conmutó al final la pena máxima por la de cadena perpetua.