Festival de Berlín / Berlinale

La llama prende al fin en la Berlinale

«Prince Avalanche», de Gordon Green, emociona en el festival con un gran estudio de personajes. También se vio el regreso del mejor Tanovic

Jeremy Irons y Martina Gedeck
Jeremy Irons y Martina Gedecklarazon

Tanto «Prince Avalanche» como «Un episodio en la vida de un chatarrero», que ayer competían mano a mano en la Berlinale, son «road movies» singulares. La primera porque el viaje es lento, el recorrido corto, apenas hay personajes secundarios y lo que la mueve es un trabajo absurdo, casi beckettiano. La segunda porque está marcada por las idas y venidas de la necesidad perentoria, de la tragedia a vida o muerte, y en ella se valora más el objetivo final que el proceso. Quienes pensaban que, después de la lamentable «Caballeros, princesas y otras bestias», David Gordon Green se había vendido al capital, se alegrarán de saber que, en «Prince Avalanche», revisita los territorios melancólicos de sus primeras películas –como «George Washington» o «Undertow»–, que le convirtieron por derecho propio en una de las voces más personales de la escena «indie». Alvin (Paul Rudd) y Lance (Emile Hirsch) atraviesan el paisaje incendiado de un parque natural para marcar en amarillo las líneas discontinuas de la carretera. Alvin es un hombre de principios, más bien severo, que reprime sus ganas de salir de sí mismo. Lance es su antónimo: un salido, un inconsciente, un hedonista. Ambos, sin saberlo, huyen hacia adelante.

Humor y sensibilidad

Entre la «buddy movie» y la nueva «bromantic comedy», «Prince Avalanche» ofrece la posibilidad a sus personajes de entablar una intimidad conmovedora. Se trata de rehacer dos vidas en un paisaje en ruinas, y Gordon Green sabe confrontarlas con los troncos quemados y las casas derruidas para que acepten sus debilidades y se reconozcan en cada porción de tierra incendiada. «Prince Avalanche» es un magnífico estudio de personajes, rematado con humor y sensibilidad (hermosa banda sonora de Explosions in the Sky), y con dos excepcionales trabajos de Rudd y Hirsch, firmes candidatos al premio del mejor actor.

Como Gordon Green, Danis Tanovic también vuelve sobre sus pasos. Antes de ponerse de moda –efímeras modas– con la notable «En tierra de nadie», el director bosnio estuvo rodando documentales para el ejército durante el sitio de Sarajevo. No es, por tanto, ajeno al lenguaje de lo real. Cuando leyó la historia de Senada en los periódicos locales decidió que había que filmarla recreando, en formato docudrama, lo que había ocurrido con la colaboración de las víctimas. Nueve días de rodaje fueron suficientes para reinventar su carrera, que llevaba dando traspiés desde la infame «Triage».

La historia es simple. Nazif es chatarrero. Senada, su mujer embarazada, cuida de sus dos hijas. Senada empieza a tener dolores. Va al médico. Ha perdido a su hijo, pero tiene que operarse ya, y como no está asegurada, la cirugía vale 500 euros. La película cuenta, con claridad meridiana y objetividad a prueba de minas, el vía crucis de Nazif para lograr que su moribunda esposa se opere. Suerte de versión concisa de «La muerte del señor Lazarescu», es lo que llamamos, sin ánimo peyorativo, una película necesaria, y está hecha con un rigor que Tanovic no exhibía desde su ópera prima. No podemos decir que la propuesta sea nueva, que no tengamos una cierta sensación de «déjà vu» al verla, pero, en su modestia, funciona.

El tren hacia ninguna parte

La casualidad y la idiosincrasia de jurados y títulos hicieron que Bille August fuera uno de los pocos directores que ganó dos veces la Palma de Oro. «Pelle el conquistador» y «Las mejores intenciones» cavaron la tumba del danés, que ha ido dando tumbos como cineasta de «qualité» a sueldo. «Último tren a Lisboa» parece un telefilme, pero de los 80, más viejo que la máquina de vapor. Un profesor de universidad (Jeremy Irons) lo deja todo para viajar a Lisboa y buscar la verdad sobre el médico, revolucionario, poeta y filósofo Amadeu de Prado. Descubre, sí, que la vida está para vivirla, y lo hace paradójicamente atravesando las imágenes mecánicas y muertas de un «europudding» que no debería estar en la Berlinale.