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La magnífica tumba de Solimán

La sepultura de 450 años de antigüedad del legendario guerrero otomano, uno de los más grandes de la historia, aparece en Szigetvar, Hungría, a treinta kilómetros de Croacia. Su descubrimiento reaviva el interés por esta figura esencial
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La sepultura de 450 años de antigüedad del legendario guerrero otomano, uno de los más grandes de la historia, aparece en Szigetvar, Hungría, a treinta kilómetros de Croacia. Su descubrimiento reaviva el interés por esta figura esencial
Cuando Constantinopla, la gran capital del Bósforo, era ya Estambul y los sucesores de Mehmed II el Conquistador asombraban con sus hazañas al mundo, un solo nombre, el de Solimán el Magnífico, vino a resumir toda la gloria del imperio que levantaron los sultanes de la Sublime Puerta. Batallador incansable por los campos de media Europa, pero también pro-motor de las bellas artes y artífice de un espectacular programa de construcciones que convirtieron a Estambul en una capital imperial, podemos evocar al más famoso sultán otomano en el magnífico retrato que le hizo Tiziano. En él aparece sereno –pese a lo cruento de su acceso al trono– como gran cabeza política del imperio otomano, comparable por su visión histórica con otros grandes emperadores del pasado, como Justiniano, Constantino –el refundador de su urbe– o el propio Augusto, en una pose de perfil que recuerda la incesante actividad legislativa que le valió el sobrenombre de «el Codificador». Solimán se apoyó en una elite cultural mestiza, poniendo al servicio de su monarquía multicultural a griegos, armenios, judíos o eslavos, entre otros, como ejemplifican su lugarteniente y gran visir Ibrahim Pasha, de origen griego, o su arquitecto principal Mimar Sinan, que era de familia cristiana.
w artistas y científicos
Su corte reunió en el palacio imperial de Topkapi a una congregación de artistas llamada Ehl-i Hiref o «comunidad de talentos», que congregaba a todo tipo de especialistas en artes diversas, a fin de convertir Estambul, con obras públicas y culturales, en la metrópoli islámica por excelencia y en una capital sin parangón en el mundo conocido. En efecto, Estambul ya sólo tenía parangón en el mundo con la Roma de los Papas en cuanto a esplendor cultural, científico y artístico y febril actividad edilicia. Entre sus logros destaca la llamada Mezquita de Solimán, diseñada por Sinan para competir con Santa Sofía, que había sido convertida en mezquita por Mehmed II. La mezquita destaca por su racionalismo y su gusto por la simetría, en comparación con la arquitectura anterior, lo que habla a favor del intercambio de ideas con las corrientes artísticas del renacimiento italiano. De hecho, Sinan fue contemporáneo de otros grandes de esta edad de oro de la arquitectura, como Palladio, Miguel Ángel o Juan de Herrera. Entre sus obras destacan la mezquita de Selim, en Edirne, o el Puente Mehmed en Bosnia.
Pero, aunque fue conocido por su labor cultural e incluso por componer versos, si Solimán fascinó a toda la Europa de su tiempo por algo en particular fue por su ardor guerrero: se puede decir, así, que el balance histórico de su figura es doble, en lo cultural y en lo militar. En lo segundo, su labor es legendaria en el establecimiento del poderío de la Sublime Puerta, asentando el dominio total de los otomanos en los Balcanes con la conquista de Hungría. Este fue el hecho de armas que culminó la brillante carrera guerrera de las huestes de Solimán, cuyo nombre se hizo temible en toda la Europa central. A las puertas de Viena y del corazón del viejo Imperio romano germánico se situaba ya el poder turco. Pero también supo influir Solimán, y mucho, gracias a su destreza militar en Oriente medio y en el norte de África durante las cuatro décadas que duró su reinado. A su muerte, su legado era inabarcable y su enorme imperio multiétnico incluía a casi treinta millones de súbditos de diversas lenguas y religiones.
Justo al final de sus días, como suele pasar en este tipo de figuras heroicas de una nación, la estela de su leyenda creció con enormes proporciones. Se dice que, a los 72 años de edad y aquejado de gota, trabó la que sería su última batalla, en 1566, en las inmediaciones de Szigetvar, en Hungría, contra los Habsburgo austríacos, que veían peligrar su soberanía en Centroeuropa. Durante el asedio de esta fortaleza se dice que Solimán murió de muerte natural, pero que la noticia se mantuvo en secreto durante casi cincuenta días, hasta que los otomanos ganaron la batalla: en todo caso, su amenaza sobre el corazón de Europa se detuvo momentáneamente y nunca llegaría a realizarse, como sabemos. Es fama que la pujanza turca –conjurada en parte por la derrota en Lepanto en 1571 ante la Santa Alianza– llegaría posteriormente nada menos que ante las puertas de Viena en 1683, en el segundo sitio otomano de la ciudad, y pondría de nuevo en peligro el núcleo del Sacro Imperio.
Así que, tras su muerte, Solimán siguió ganando batallas, como ocurre a menudo con el héroe tutelar de una comunidad política. Y siguiendo ese esquema, sus restos mortales fueron llevados al corazón del imperio para ser enterrados con grandes honores en la espectacular mezquita que edificó siguiendo su programa de embellecimiento de Estambul. En efecto, en la Mezquita de Solimán se encuentra el cuerpo del propio sultán Solimán y de su esposa favorita, Hürrem Sultan o Roxolana, entre otros miembros de su familia. El arquitecto, Sinan, también descansa apoyado en los muros de su espléndida construcción. Pero una inveterada leyenda, en torno a la crucial batalla de Szigetvar, que aun celebran hoy los turcos modernos, sostenía que el corazón del sultán se había quedado en esa ciudad húngara. Quizá como premonición, según algunos, de una segunda venida de los otomanos.
Cuando los Habsburgo reconquistaron el terreno perdido y tomaron la ciudad en 1689 quisieron borrar toda huella de los otomanos: sus magníficas construcciones, mezquitas y palacios fueron amortizadas según se recuperaban territorios. Como también sabemos, los Balcanes no están en absoluto exentos de restos de presencia musulmana, objeto de tensiones políticas aun hoy, protagonizadas, por ejemplo, por el gobierno de la actual Hungría, no precisamente amistoso con la herencia otomana, entre otros. Por el lado turco, su gobierno actual explota políticamente las conmemoraciones de estos hechos en un nacionalismo con matices religiosos.
Por suerte, y más allá de los conflictos que se quieren promover desde ambos lados, un equipo de historiadores, geógrafos y arqueólogos húngaros y turcos colaboran con éxito desde 2012 en la excavación del sitio de Szigetvar. Así, han localizado recientemente los restos de una edificación que podría ser el mausoleo donde fueron sepultadas varias partes del cadáver de Solimán, entre otras seguramente su corazón. Y ello ocurre muy oportunamente, cuando se está a punto de celebrar el 450 aniversario del asedio, al que asistirán las personalidades políticas de diversos países. En fin, si doble es la valoración histórica de Solimán el Magnífico –con sus luces y sus sombras– entre los logros culturales y los militares, era quizá de justicia que tuviera una doble tumba en la que reposar para siempre. Una fastuosa y brillante, en el corazón de su capital imperial, y otra más anónima y sufrida, sepultada por la historia en el barrizal que lo vio morir en el último combate de su vejez.
*Escritor y profesor de Historia Antigua de la UNED

La tumba de la sultana roja

La hermosísima Hürrem Sultan, llamada Roxolana por su espectacular cabellera pelirroja, fue la esposa predilecta del gran Solimán I. Procedía seguramente de la actual Ucrania. Fue raptada por los tártaros y vendida como esclava en Estambul, donde pasó como odalisca al harén de Solimán. Cautivó el corazón del sultán y se casó con él, llegando a ser su favorita con el título, de forma innovadora, de Haseki Sultan, o consorte principal, la primera en la historia. Fue una de las mujeres que más influencia tuvo en la corte otomana, heredando el fuerte ascendente que tuvieron las emperatrices bizantinas sobre sus maridos. Parece que tuvo un papel principal en las intrigas de Topkapi y que influyó a su marido en sus relaciones internacionales, para fascinación de los embajadores occidentales. Tras darle seis hijos al sultán, falleció mucho antes que este, en 1558.

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