La náusea aérea de Nick Cave
El legendario cantante publica «La canción de la bolsa para el mareo», un volumen que escribió en las bolsas de vomitar de los aviones durante una gira y que incluye canciones, pensamientos, ideas, sensaciones y recuerdos.
Uno se convierte en mito en la escritura al deshilacharse en palabras, transformándose poco a poco en otro yo, en alguien irreal, extraño, en ese gemelo que convive con uno, que comparte los mismos recuerdos, la mismas ideas, las mismas impresiones, y que, sin embargo, no eres tú, aunque se parezca, sea idéntico a ti. En este libro no se sabe si vemos a Nick Cave o la imagen proyectada del propio Nick Cave. En su prosa, ¿emerge el personaje que desearía ser o el que es? Ya lo ha dicho. Se dedicó a la música para metamorfosearse en otro durante las horas de un concierto. «La memoria imagina; no es real. No os avergoncéis de su necesidad de crear; es la parte más bonita de vuestros corazones. El mito es la verdadera historia. No dejéis que os digan no que no haya monstruos. No dejéis que os hagan sentir idiotas porque sois felices jugando con vuestra linterna en la oscuridad. El mundo místico depende de vosotros y de vuestra tolerancia al absurdo. ¡Sed fuertes, queridos míos, y creed», pontifica desde una de las páginas de su último libro. El cantante emprendió una gira durante una gira. Ya se sabe: aviones, hoteles, prisas, cansancio, agobios, hastío y lo que venga. Combatió la pulsión enfermiza de la creación con una caligrafía apresurada, jibariza, contraída por la falta de espacio. Nick Cave escribía en las bolsas para vomitar que las líneas aéreas incorporan en los asientos. Y de aquellos apuntes febriles, que arrastraban en su oleaje pensamientos, ideas, sensaciones y obsesiones, surgió «La canción de la bolsa para el mareo». Un libro, que ha traducido Mariano Peyrou para Sexto Piso, que es una invocación de su infancia, sus tormentos, sus convicciones, donde el autor juega a los desdoblamientos. «El niño no se da cuenta de que no es un niño en absoluto, sino más bien el recuerdo de un niño. Es el recuerdo de un niño que atraviesa la mente de un hombre que está en una suite del Hotel Intercontinental, en el centro de Nashville (Tennessee), al que le están poniendo en el muslo una inyección de esteroides que transformará al cantante griposo y afectado por el “jet-lag” en una deidad. En tres horas saldrá a toda prisa de la habitación del hotel. Avanzará por la ciudad vacía, cruzando ríos enormes, conduciendo a través de praderas vacías, por unas tremendas autopistas de muchos carriles, bajo el cielo del atardecer, como un pequeño dios, para estar con vosotros esta noche». Ahí está Cave, ahí está describiendo su llegada a los escenarios, cuando una voz les llama y «al instante el hielo se derrumba y se derrite y avanzamos por el pasillo y salimos bajo las luces infernales a una atmósfera sofocante, carente de oxígeno». Aquel tour le llevó de una punta a otra, de un vuelo al siguiente, de Estados Unidos a Canadá, de Washington a Toronto, de Los Ángeles a Nueva York. En medio, en el viaje, va describiendo los andamios que sostienen su mundo, o que lo sostuvieron. «Me acuerdo de las desgracias que pasaron en la ciudad de mi juventud. Del chico que sin querer mató a su hermano de un tiro en la calle de al lado de la nuestra. Del chico que tuvo una reacción alérgica letal cuando sufrió picaduras de abeja múltiples. Del anciano muerto que encontramos en un barranco de camino al colegio. Pero sobre todo me acuerdo de lo que me dijeron mi madre y mi padre sobre el niño que había muerto saltando desde el puente del tren». A partir de estas reminiscencias del pasado, de los abatares del presente va recomponiéndose el puzle del líder de Bad Seeds. El muchacho irrumpió con «From Here to Eternity». Desde entonces ha cimentado su fama con álbumes como «Let Love in» o «Abattoir Blues/The Lyre of Orpheus». Para algunso resulta detestable; otros se rinden a su culto. Mientras, va refundiéndose, en discos, en documentales que ficcionan su vida, en novelas como «La muerte de Bunny Munro» o en libros como el que saca ahora, un mes antes de que irrumpa con varios conciertos en nuestro país (21 de mayo en Barcelona y 22 de mayo en Madrid).
En estas páginas, Cave se imagina, se repiensa: «El chico se hará mayor, y con el tiempo habrá otras canciones –no muchas, quizá diez o veinte en toda su vida– que sobresalgan por encima del resto de la música que conozca. Se dará cuenta, al hacerse todavía más mayor, de que estas canciones no son sólo santas o sagradas, sino que son canciones de ocultamiento, que tratan exclusivamente sobre la oscuridad, la ofuscación, el encubrimiento y el secreteo. Se dará cuenta de que, para él, el propósito de las canciones ha sido apagar el sol, crear una larga sombra y protegerlo del corroviso brillo del mundo». Su prosa delata la influencia que han tenido los textos sagrados cristianos en su formación, las admiraciones que profesa a cantantes o escritores, las asfixias que le ahogan – «creo que esta canción sugiere la creciente angustia que me provocaba que mi mujer no contestara el teléfono»–, sus reflexiones sobre el proceso creativo: «Nuestro derecho como artistas es respirar libre y profundamante el oxígeno de las ideas que envuelve el mundo y, en general, pulular por ahí». Cave, con traje impecable de rayas, camisas blancas con cuello ancho, zapatos elegantes que alargan la zancada, con la mano envuelta en anillos, va reconociendo sus verdades – «al margen de todo eso, la canción no es buena. Es un coche fúnebre de versos. Es la clase de canción que se escibe cuando no hay nada sobre lo que escribir (...). Parece un cadáver decapitado»–, construyéndose a través de sí mismo a partir de bolsas para vomitar.