La sífilis que salvó a los Borgia de Carlos VIII de Francia
Reproducimos un extracto de este excelente ensayo de uno de los grandes historiadores británicos de la actualidad, publicado por la editorial Reino de Redonda, en el que se arroja luz sobre el Papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, y las luchas por el poder y el territorio en su convulso tiempo histórico
Reproducimos un extracto de este excelente ensayo de uno de los grandes historiadores británicos de la actualidad, publicado por la editorial Reino de Redonda, en el que se arroja luz sobre el Papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, y las luchas por el poder y el territorio en su convulso tiempo histórico.
El sucesor de Inocencio, Rodrigo Borgia, de sesenta y un años, adoptó el nombre de Alejandro VI (1492-1503). Su tío abuelo, Calixto III, le había procurado unos buenos comienzos: cardenal a los veinticinco y ya en posesión de toda una serie de obispados y abadías, a los veintiséis ya era vicecanciller de la Santa Sede, un cargo que le garantizaba unos enormes ingresos y que conservaría durante los siguientes cuatro Pontificados. Apenas cabe dudar de que debió su elección a los enormes sobornos que repartió descaradamente: se dice que cuatro mulas cargadas de lingotes de oro fueron conducidas desde el palacio de los Borgia hasta el del cardenal Ascanio Sforza. Su principal rival, el cardenal Giuliano della Rovere, no pudo igualar su riqueza y tuvo que contener su furia lo mejor que pudo.
Sin embargo, Alejandro, conocido por su extrema inteligencia y por ser un experto administrador, parecía más capaz que cualquiera de sus rivales de restablecer el orden en Roma, que bajo Inocencio se había permitido que derivase peligrosamente fuera de control. Se dice que nunca dejó de asistir a un consistorio (los encuentros regulares de los cardenales) a no ser que estuviera enfermo o porque se había ausentado de Roma y nadie como él poseía un conocimientotan profundo del funcionamiento de la Curia. También era ingenioso, encantador y un excelente acompañante: «las mujeres –escribió un contemporáneo envidioso–, se sentían atraídas por él como el hierro por el imán». Lo que le faltaba era el mínimo destello de sentimiento religioso. No mantenía en secreto que estaba en la Iglesia por lo que podía obtener de ella, y lo que obtenía era mucho. En el momento de su elección, que se celebró con una corrida de toros en la piazza de enfrente de San Pedro, era padre de no menos de ocho hijos que había tenido, por lo menos, con tres mujeres diferentes, lo que valió una fuerte reprimenda de Pío II, que en todo caso no le hizo ningún efecto. Los hijos que permanecieron más cercanos a él fueron los cuatro que tuvo con una mujer de la aristocracia romana, Vannozza Catanei: Juan, César, Lucrecia y Goffredo (o Gioffre; en catalán Jofré). No menos de cinco familiares suyos recibirían el capelo cardenalicio: César a los dieciocho anos, cuando ya era arzobispo.
Alejandro sólo llevaba dos años en el trono papal cuando el rey Carlos VIII de Francia –descrito por el historiador HAL Fisher como «un joven y licencioso jorobado de dudosa cordura»– condujo un ejército de unos 30.000 hombres hasta Italia, inaugurando toda una serie de invasiones, que durante los siguientes setenta años harían que buena parte de la península estuviera bajo dominio extranjero. El «casus belli» era Nápoles. La antigua línea real angevina se extinguió en 1435 con la reina Juana II y el trono napolitano fue ocupado por el rey de Sicilia, Alfonso de Aragón, que fue sucedido por su hijo ilegítimo Fernando y, a continuación, por el hijo de Fernando, llamado también Alfonso. Sin embargo, era comúnmente aceptado que el nieto bastardo de un usurpador tenía dudoso derecho al trono. Y Carlos, descendiente de su tocayo Carlos de Anjou, pensabaque él era un candidato mucho mejor. Eran malas noticias para el papa Alejandro. En 1493 casó a su hijo Jofré con la nieta de Fernando y a la muerte de éste inmediatamente reconoció y coronó al joven Alfonso. No se sentía amedrentado por las repetidas amenazas de Carlos de deponerlo o por las noticias de que su enemigo más acérrimo, el cardenal Giuliano della Rovere, había mostrado su apoyo al rey francés y se dirigía hacia el norte para unirse a sus fuerzas.
Para Carlos, la invasión empezó de manera bastante prometedora. Cruzó los Alpes sin ningún incidente, junto a su primo, el duque de Orleans, tras enviar su pesado canón por barco a Génova. Milán, ahora bajo el gobierno del brillante Ludovico Sforza (Ludovico «il Moro») lo recibió con entusiasmo, igual que hicieron en Lucca y en Pisa. En Florencia, recibido como un libertador por el agitador dominico Savonarola, el rey aprovechó la oportunidad para expulsar a Piero de Medici, que no contaba la habilidad política de su padre, Lorenzo, muerto dos años antes. El 31 de diciembre de 1494, Roma abrió sus puertas y Carlos se instaló en lo que ahora es el Palazzo Venezia, mientras Alejandro (que sin éxito había solicitado la ayuda del sultán Bayezit) se refugió por poco tiempo en el Castel Sant’Angelo. Sin embargo, quince días después el rey y el Papa se encontraron por primera vez y el famoso encanto de Alejandro hizo el resto. El 17 de enero de 1495 celebró misa frente a 20.000 soldados del ejército francés en la gran plaza de enfrente de San Pedro, con el mismo Carlos asistiéndolo.
Los franceses permanecieron en Roma durante otros diez días. Como todos los ejércitos de ocupación, empezaban a ser cada vez más impopulares. Mostraban poco respeto por la gente local y cada día se producían nuevos episodios de violencia, robos y violaciones. Incluso saquearon el palacio de Vannoza Catanei. Con una alegría y un alivio indisimulables, el 27 de enero los romanos los vieron abandonar la ciudad en dirección a Nápoles, acompanados por César Borgia, aparentemente como legado papal, pero de hecho en calidad de rehén a cambio del buen comportamiento de su padre. Junto a ellos también viajó el príncipe Cem, el único hombre de todo ese enorme grupo al que se lamentó ver partir.
El 22 de febrero, Carlos entró en Nápoles. El rey Alfonso abdicó de inmediato e ingresó en un monasterio. Su hijo Ferrante huyó para salvar la vida. Por otra parte, los napolitanos, que nunca consideraron la Casa de Aragón más que como extranjeros usurpadores, le dieron al rey francés una bienvenida de héroe. El 12 de mayo fue coronado por segunda vez. Aunque, como pronto descubrió, existía una diferencia enorme entre una ofensiva relámpago y un plan de ocupación continuado. Los napolitanos, encantados como estaban por haberse librado de los aragoneses, descubrieron a su vez que un opresor extranjero era muy parecido a cualquier otro opresor extranjero. Así que los disturbios se extendieron entre los habitantes de muchas de las pequeñas aldeas, que se encontraron teniendo que aguantar, por ninguna razón que ellos pudieran entender, las descontentas y muchas veces licenciosas guarniciones francesas.
También más allá del reino de Nápoles empezaron a alarmarse. Incluso aquellos Estados, ya fueran italianos o de fuera de Italia, que antes habían visto con buenos ojos el avance de Carlos, se preguntaban hasta dónde pretendía llegar el joven conquistador. Fernando e Isabel, que querían Nápoles para sí mismos, establecieron una alianza con el emperador Maximiliano, que reforzaron con el ofrecimiento de la mano de su hija Juana –que más adelante sería conocida, de forma justificada, como «la Loca»– al hijo de Maximiliano, Felipe, y prepararon una flota para la invasión. Incluso el antiguo aliado del rey en Milán, Ludovico Sforza, «el Moro», estaba tan alarmado como los otros, y se quedó aún más desconcertado con la presencia cerca de Asti del duque de Orleans, cuyas reivindicaciones sobre Milán a través de su abuela, la duquesa Valentina Visconti, sabía que no eran menos sólidas que las suyas propias, o las de Carlos sobre Nápoles. El papa Alejandro, que por entonces había recuperado su sangre fría, encontró un gran apoyo para su alianza antifrancesa, la así llamada Liga Santa, que era aparentemente pacífica, pero que de hecho sólo tenía un objetivo: que el nuevo rey hiciera las maletas.
Cuando Carlos fue informado en Nápoles de la formación de la Liga se puso hecho una furia, aunque no subestimó el peligro al que se enfrentaba. Para acabar de empeorar el asunto, había perdido a sus dos distinguidos rehenes. César simplemente había huido. Cem tuvo mucha fiebre en Capua y falleció unos días después. Así que sólo una semana después de su coronación napolitana, Carlos abandonó su nuevo reino para siempre y se dirigió –junto con 20.000 mulas cargadas con el botín saqueado en Nápoles– de regreso al norte. En Roma veían con pánico su posible regreso, por lo que Alejandro y la mayor parte de su Curia huyeron a Orvieto, dejando únicamente a un desafortunado cardenal para recibir al rey.
Por suerte, en esa ocasión el ejército francés sorprendentemente se portó bien, casi seguro que porque Carlos era reacio a perder más tiempo antes de cruzar los Alpes y ponerse a salvo. Le habría gustado celebrar una audiencia con el Papa con el fin de tratar de la disolución de la Santa Liga y obtener el total reconocimiento papal de su coronación napolitana, pero dado que Alejandro estaba decidido a evitarlo, no hubo nada que pudiera hacer. La marcha, que implicaba arrastrar su pesada artillería a través de los Apeninos en pleno verano, fue una pesadilla. El 5 de julio llegó a la pequeña población de Fornovo, cerca de Parma, para encontrarse con unos 30.000 soldados de la Liga bajo las órdenes de Francesco Gonzaga, marqués de Mantua. La única batalla de toda la campaña, que se libró al día siguiente, terminó en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, fue la más sangrienta que Italia había visto en los últimos 200 años. Habían pasado los tiempos de los viejos mercenarios «condottieri», cuyo objetivo era siempre prolongar las guerras lo máximo posible y vivir para seguir luchando. Solían ver las batallas poco más que como una majestuosa pavana, con aquel tipo de lucha cuerpo a cuerpo y un fuego de artillería demasiado débil e impreciso como para poder herir gravemente a nadie. Pero los franceses introdujeron un modo de hacer la guerra muy diferente: junto con sus mercenarios suizos y alemanes, ellos luchaban para matar, y las pesadas bolas de hierro que salían disparadas de las bocas de sus cañones infligían espantosas heridas.
Gonzaga consiguió presentar la batalla de Fornovo como una victoria y algunos desapasionados observadores podrían haber estado de acuerdo con él. Es cierto que los franceses perdieron su convoy de equipaje –que incluía la espada de Carlos, el yelmo, un sello de oro y un «libro negro», con retratos de sus conquistas femeninas–, pero sus pérdidas fueron insignificantes comparadas con las de los italianos, que fracasaron por completo a la hora de detenerlos. Los franceses prosiguieron su marcha esa misma noche y llegaron a Asti unos días después sin ser hostigados. Allí, sin embargo, los esperaban malas noticias. El hijo de Alfonso, Ferrantino, había desembarcado en Calabria, desde donde, apoyado por tropas españolas de Sicilia, avanzaba rápidamente hacia Nápoles. El 7 de julio volvió a ocupar la ciudad. De repente, todos los éxitos franceses del pasado año se evaporaron. Una semana o dos después, Carlos a la cabeza de su ejército, regresó, a través de los Alpes, dejando atrás al duque de Orleans para mantener mal que bien una presencia francesa.
Sin embargo, los soldados a los que licenció en Lyon ese mes de noviembre acarreaban con algo más mortífero que cualquier sueño de conquista. Las tres embarcaciones de Colón, que regresaron a España desde el Caribe en 1493, habían traído con ellas al Viejo Mundo los primeros casos de sífilis conocidos. Por medio de los mercenarios españoles enviados por Fernando e Isabel para apoyar al rey Alfonso, la enfermedad se había propagado rápidamente por Nápoles, donde ya era una plaga cuando Carlos llegó. Tras tres meses de «dolce far niente», sus hombres debieron de infectarse y se puede decir con certeza que fueron los responsables de introducir la enfermedad al norte de los Alpes.