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Landelino Lavilla: «La política es como la mili, tiene fecha de caducidad»

Le tocó vivir la Transición desde dentro, al lado de Suárez. Tanto como para custodiar diariamente los papeles que estabilizarían un país partido en dos.
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Le tocó vivir la Transición desde dentro, al lado de Suárez. Tanto como para custodiar diariamente los papeles que estabilizarían un país partido en dos.
Una revuelta en su facultad, en el 56, le abrió los ojos: fue cuando se dio cuenta de que su generación iba a ser la encargada de unir a España. Y no le faltó razón. Veinte años después no sólo se cumplieron sus pronósticos, sino que él, Landelino Lavilla Alsina, era uno de sus protagonistas directos. Como parte del Gobierno de Suárez –ministro de Justicia–, custodió los papeles que pretendían sacar adelante la Ley de la Reforma Política. Se los llevaba consigo para «evitar filtraciones». Era agosto de 1976 y ya había pasado un mes del comienzo de la época que considera clave para los años que vinieron después. Un periodo que se alargaría hasta junio del 77 y que le sirve para llenar las páginas de «Una historia para compartir. Al cambio por la reforma (1976-1977)» (Galaxia Gutenberg) en primera persona.
–¿Cómo ha madurado la democracia que diseñaron?
–Diré que nuestro sistema constitucional está pasando por un periodo delicado. Se ven ciertos riesgos en los que habría que esperar una reacción en busca del entendimiento y la concordia y en destrozar las bases de convivencia que ya establecidas.
–Una pregunta que se hace en «Una historia para compartir»: ¿qué hemos hecho desde 1975?
–Salir de una situación que no tenía ningún sentido. Nos hemos homologado con las realidades jurídicas, políticas y constitucionales de los países de nuestro entorno. Y de todo ello, la fase embrionaria correspondió al primer año del gobierno de Suárez, que contó con la participación de todos los grupos políticos que entraron en el sistema. Lo que al principio fue una idea ingenua se convirtió en ilusión y confianza. La gente se decía: «Son capaces y lo van a hacer».
–¿Qué tiene de especial ese tramo de julio del 76 a junio del 77?
–Tras las distintas cosas que leí llegué a la conclusión de que era conveniente que quedara por escrito, desde un punto de vista directo, cómo se persiguieron y lograron los objetivos. Visto con cierta perspectiva de tiempo, fue un año en el que realmente llegó la transformación política. Se sentaron las bases del hoy. Con instrumentos sencillos e inteligibles se logró una actitud general de concordia que trasladó al país de un periodo de temores, recuerdos, resquemores y esperanzas –dependiendo de quien lo encarnase– a una situación de normalidad. Aprendimos a vivir y convivir. Veníamos de una experiencia no excesivamente gratificante y nos mentalizamos de que los países con estabilidad constitucional no abren procesos continuamente, sino que se hacen los cambios oportunos a partir de un orden aceptado que debíamos formar para luego verificar las correcciones, adaptaciones y reformas precisas sin necesidad de poner todo boca a abajo.
–Reconoce que en una época como aquella se atendieron los «problemas urgentes, que no los más importante». ¿Hemos confiado de más en ese texto o tardado demasiado en rectificarlo?
–Son cosas del paso del tiempo. Es importante que haya una conciencia de Estado estabilizada y que exista la experiencia que desde la propia Constitución se pueden aceptar los cambios sin la necesidad de empezar desde cero. Esos fueron los carriles en los que nos colocamos con el texto del 78. Pero pasados 25 años de ello se empezaron a resucitar viejos resquemores. Si en la Transición, con el recuerdo todavía muy vivo de la guerra, fueron capaces de ponerse de acuerdo, ¿por qué pasado un tiempo hay que rehacerlo todo? Las historias no se reescriben, cada pueblo tiene la suya y no se puede hacer y deshacer, para bien o para mal. Lo importante es tener una perspectiva de futuro y una estructura en la que los retos y necesidades puedan ser atendidos sin rupturas. Es el planteamiento desde el que se hizo la Transición y desde el que se ha escrito el libro.
–Viejos «resquemores» que remite a la victoria del Tripartito (2003), que define como una «acción deliberada para descarrilar el orden democrático social».
–Comparando mi época con la actual, en aquella, pese al momento delicado, hubo una movilización para elaborar una conciencia social que nos condujera a resolver el problema. No fue hasta pasados unos años cuando eso se empieza a torcer con determinados ramalazos que incitan a deshacer lo caminado. La sensación que me queda tras la experiencia vivida es de pena al ver que no hay una voluntad de entendimiento y de armonización. Al final, movilizar a pueblos para protestar son unas técnicas que se hacen fácilmente por quienes están especializados en ello, como el activista callejero. Nuestra sociedad estaba instalada en la conciencia de estar bien orientada y que si había algún problema se resolvería, por eso uno lamenta que se produzcan sacudidas contrarias.
–¿Por qué hemos perdido esa conciencia?
–Es una consecuencia del relevo generacional y de la aparición de grupos distintos. En la Transición logramos cerrar una etapa negra de nuestra historia, que ya venía desde el siglo XIX. Por algo sería...
–Ahí alude usted a la «política de la memoria».
–Es una vía que hay que tener, pero sin vivir abrumado por los malos recuerdos, y menos cuando estos se pueden transformar en rencores. Podíamos haber pensado, como cuentan en «Las bicicletas son para el verano», cuando un niño le dice a su padre: «Papá papá, ha llegado la paz»; y éste responde: «No hijo, la victoria». Hay que hacer sentir que hemos terminado con eso de ganadores y vencidos.
–¿Debería el Jefe de Estado dar un paso adelante?
–No sé. Es un problema de voluntad general, no de volver a abrir el tema y decir que aquello fue una reforma falsa. No, fue limpia y generosa.
–Entonces se logró juntar a ideas muy distantes...
–Claro, fue ilusionante. Y, sin embargo, reconozco que hay cosas que retocar, pero una cosa es ésa y otra querer invertir la situación.
–¿Cómo es posible que se hable de dos Españas ahora mismo?
–No es normal, por eso pongo el foco en el primer año de Suárez, momento en el que todavía se mantenía ese discurso, pero hubo un grupo de gobierno que afrontó la idea central de cambiarlo e hizo la gran propuesta al pueblo español, que respondió sin dudarlo.
–¿Eran tiempos de «políticos puros»?
–No sé, pero sí es fundamental que se encarguen de la gente.
–El término «puro» es suyo, aparece en el libro.
–Es un adjetivo que no es unívoco, pero que no sean corruptos, evidentemente... (risas).
–Está bien avisar después de leer tantos titulares...
–Sólo se necesitan personas entregadas que se dediquen a la política, nada más.
–¿A enriquecer a la ciudadanía?
–Claro. Fíjate en la Transición, muchos de los que protagonizaron su primer periodo se fueron una vez considerado que el cambio político se había logrado. Con España estable en un orden democrático constitucional se dedicaron a sus cosas. Después pudieron hablar y escribir, pero sin vuelta atrás.
–«No soy ambicioso y, tal vez, por ello no sea político», escribe.
–Lo importante dentro de aquel conjunto de personas que gestionaba políticamente la situación era su compromiso con lo que se había diseñado y la responsabilidad de llevarlo a acabo. No dejaba de haber cositas entre unos y otros, pero el núcleo no era de gente ambiciosa. Se me podía poner la aureola de equilibrado y prudente, se decía que «aspiraba a...», y no.
–Siempre ha defendido no haber solicitado ningún cargo.
–Me han hecho planteamientos y yo he considerado una cosa u otra, pero de ministro nunca quise pasar a vicepresidente.
–¿Cómo ve las puertas giratorias?
–Siempre han debido existir, pero hay momentos que suceden de forma exagerada. En determinadas profesiones se puede verificar cuando a uno le toca aportar al servicio público. Es como la Mili. He estado en política igual que me tocó estar en la Mili, ambas tienen fecha de caducidad. Pero, efectivamente, hay que tener mucho cuidado con todo esto de utilizar el acceso a cargos públicos para prepararse el futuro.
–¿Fue el estallido universitario en su facultad el culpable de su carrera política?
–Más que eso, digamos que fue cuando tomé conciencia de que era mi generación –los nacidos en los años 30 y 40– la encargada de darle la vuelta a la situación y no aquellos con una experiencia ya marcada. Fue una manifestación de mi vocación política en cuanto al interés común y, hasta si quieres, como horizonte personal y para sentirme realizado.
–Y, a todo esto, el libro es una «reflexión entre el temor y la esperanza» del hoy, según cuenta.
–Respecto a lo segundo, espero que se recupere el buen sentido y una voluntad general de entendimiento y concordia independientemente de las posiciones que se sostengan. Los temores vienen de que se radicalicen las cosas. Es la forma en la que reaparecen las viejas cuestiones la que lleva a la vida política española a funcionar más a impulsos de los radicalismos que de una voluntad de entendimiento, del espíritu centrista. «Centro» entendido como actitud en la que predomina la convergencia y el no enfrentamiento.
–¿Ha querido Ciudadanos hacerse con la bandera de UCD?
–No es repetible, cada página de la historia tiene sus condicionantes. Habría que volver a formar un partido de centro como aquél, con la singularidad de que teníamos que construir el sistema mirando a la izquierda y la derecha.