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Las dolencias mortales de Isabel la Católica

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Mientras el pueblo entero rogaba a Dios por la salud de su reina, la propia Isabel la Católica, viendo muy próximo su final, ordenó que no se rezase ya más por la curación de su cuerpo, sino por la de su alma. Aun así, las gentes no se hacían a la idea de su muerte inminente. Isabel expiró tal día como hoy, 26 de noviembre, pero de 1504, minutos antes de las doce del mediodía, a la edad de 54 años. Como consigna el doctor Toledo, «murió la Católica e santa Reyna Doña Ysabel en Medina del Campo». El también doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal constata la misma fecha, añadiendo que «entre once y doce del día llevó Dios a la Reina Católica». La difunta dispuso en vida de una auténtica cohorte de médicos a su servicio: Bustamante, Álvarez de la Parra, De Soto, Juan de Guadalupe Álvarez, y Gutiérrez de Toledo, quienes la asistieron en su postrera dolencia.
Virtud y victoria
Ignoramos el parte facultativo, así como el acta de defunción de la soberana; aunque se ha apuntado que falleció víctima de un cáncer de matriz de tanto montar a caballo, a imagen y semejanza de doña Juana Enríquez, madre de Fernando el Católico. El clérigo Pedro el Monje, veterano cronista del siglo XVII, narra así el final de Isabel en su Galería de las mujeres fuertes: «Le vino de una úlcera secreta que el trabajo y la agitación del caballo le habían causado en la guerra de Granada. Su valor le causó el mal, su pudor lo mantuvo y, no habiendo querido exponerlo jamás a las manos ni a las miradas de los médicos, murió al fin por su virtud y su victoria». Pero más crédito merece al postulador del proceso de beatificación de la reina, el padre claretiano Anastasio Gutiérrez, el testimonio de Pedro Mártir de Anglería, presente a la cabecera del lecho mortal, para quien «la continua sed y los demás síntomas de la enfermedad eran de terminar en hidropesía», que es una manifestación cardíaca, en opinión del doctor Villalobos. Luis Comenge, médico erudito, comenta por su parte: «Las noticias de los disturbios matrimoniales de doña Juana y don Felipe acongojó a los Reyes Católicos –los más gloriosos que tuvo España–, quienes enfermaron de tercianas don Fernando y de hidropesía doña Isabel. Podemos sospechar que esta hidropesía fue motivada por una lesión cardíaca; y si, como no es desatinado presupuesto, así fuera, la Soberana ejemplar que se distinguió por lo magnánimo de su corazón, por dicha entraña vínole su total ruina».
Finalmente, el doctor Junceda nos dice que falleció «habiendo padecido síntomas febriles permanentes que habrían de terminar en una hidropesía y en una posible endocarditis; su cuerpo estaba también ulcerado y manifestó hasta el final una marcada sed, lo que sugiere una diabetes». Amortajada con el hábito franciscano, se organizó la fúnebre comitiva para trasladar sus restos mortales desde Medina del Campo hasta Granada. En este viaje póstumo de la reina la acompañó mucha gente, pese a las inclemencias del tiempo y a las lluvias torrenciales que cayeron durante todo el trayecto haciendo los caminos intransitables. Parece como si la Madre Naturaleza hubiese querido asociarse con sus lluvias al llanto generalizado de todo un pueblo por la muerte de su reina.
El propio Alonso de Santa Cruz dejó escrito para la posteridad, en su «Chronica de los Reyes Católicos»: «Después de muerta la Reina Doña Isabel fue tanto el lloro y tristeça que dexó en la Corte y en todas las ciudades de España, que en ninguna manera lo podré encarecer. Y con mucha razón, pues avían perdido una Reina que la natura no crió otra semejante para gobernación de sus reinos».
Una curiosa anécdota tuvo lugar en este viaje póstumo de Isabel, relatada por el canónigo toledano Alvar Gómez de Castro, según el cual una pastorcita que custodiaba su rebaño de ovejas salió al encuentro de los que portaban el féretro para preguntarles quién había muerto. Al confirmarle que se trataba de la reina, la joven exclamó: «¡Oh, gran triunfo el que han conseguido los vicios, porque hoy se ven libres de las severas ataduras con que estaban encadenados!».
Partió el regio cadáver de Medina del Campo, el 27 de noviembre, y no llegó a Granada hasta el 18 de diciembre, donde aguardaban el conde de Tendilla y fray Hernando de Talavera para hacerse cargo del mismo. Así fue como se apagó esta luz de la reina católica, encendida por la Providencia sobre el candelero de España.