Las fobias de la reina Isabel de Baviera
Su pánico incontrolable a las tormentas eléctricas la convirtió en una mujer huraña y delirante a la que no ayudaba su precoz obesidad que, a temprana edad la llevó a desplazarse en silla de ruedas
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Su pánico incontrolable a las tormentas eléctricas la convirtió en una mujer huraña y delirante a la que no ayudaba su precoz obesidad que, a temprana edad la llevó a desplazarse en silla de ruedas.
Abordemos ahora la figura de una regia mujer a menudo preterida, pero cuya biografía, para quienes la conocen bien, fascina y sobrecoge a la vez. Aludimos a Isabel de Baviera –no confundirla con Sissi emperatriz, llamada del mismo modo–, hija en su caso del duque Esteban III de Wittelsbach, duque de Baviera, y de Tadea Visconti. Nacida en Munich, capital del Estado de Baviera, en 1371, la historia real de Isabel comenzó el 17 de julio de 1385, a la temprana edad de catorce años, cuando contrajo matrimonio con el rey francés Carlos VI, a quien daría una docena de hijos. Entonces, en los matrimonios regios primaban las razones de Estado sobre el amor. El enlace fue promovido por un tío del rey, el influyente duque de Borgoña Felipe el Atrevido, partidario de establecer alianzas en Alemania.
Coronada el 22 de agosto de 1389, al volverse loco el rey, Isabel de Baviera ocupó la regencia junto a los duques de Orleáns, Borgoña y Berry.
Extranjera en el trono
La firma del Tratado de Troyes el 21 de mayo de 1420, por el cual el rey Enrique V de Inglaterra heredaría el trono de Francia a la muerte de Carlos VI, acabó sepultando el prestigio de nuestra protagonista entre los franceses, quienes la veían ya como una extranjera en el trono, viciosa e intrigante. Según este acuerdo, Isabel de Baviera entregó a Enrique V de Inglaterra la mano de su hija Catalina y lo que era aún peor: renunció a la regencia de Francia, desheredando a su propio hijo el Delfín Carlos contra la voluntad de éste, y prorrogando en consecuencia la ya de por sí inacabable Guerra de los Cien Años.
Tras esta introspección política, ocupémonos ya de sus fobias: los fenómenos atmosféricos más violentos llenaban a Isabel de un espanto mortal, transformándola en una auténtica caricatura de sí misma. Un testigo ocular nos refiere numerosos ejemplos de su astrafobia, también conocida como brontofobia, consistente en el pánico incontrolable a las tormentas eléctricas.
Una tarde de junio, negras nubes oscurecían el firmamento dejando a París casi en tinieblas, mientras retumbaban formidables truenos. Acababa la reina de abandonar su cámara, cuando un rayo penetró en su habitación devorando con su llama las pinturas del lecho y desapareciendo acto seguido por la chimenea. Presa del horror, Isabel no dudó en atribuir lo sucedido a una maldición del cielo, la cual fue preciso conjurar de inmediato. ¿Cómo...? Redoblando sus donaciones particulares a la Abadía de Saint-Denis con la esperanza de apaciguar así el castigo divino. Al mismo tiempo, la reina se había hecho construir un coche especial que, según decían, «servía para los truenos», a bordo del cual se sentía segura.
Aunque siempre se hallaba en compañía de sus damas y salía a la calle en su litera, sufría de forma súbita terrores incomprensibles. Bastaba con atravesar un río por un puente sin balaustrada, para que cundiese en ella un pavor inusitado. La herencia patológica de Isabel explica las manifestaciones de su neurosis, sin olvidar tampoco su precoz obesidad, cuya distrofia le inducía al ayuno. Su excesiva gordura pronto la relegó a una silla de ruedas. Enferma por la edad, valetudinaria y obesa por añadidura, Isabel de Baviera acabó recluyéndose en sí misma.
Odiada por el pueblo
En sus últimos años de vida, relegada en un extremo del vasto Palacio de Saint-Pol, Isabel se ocultaba del mundo como si fuera una extranjera. Tras la embriaguez del poder supremo, esta reina despreciada por sus súbditos padeció los remordimientos y el oprobio. Enojado con ella, el pueblo francés señalaba con el dedo acusador a su palacio, mientras vociferaba: «¡Allí está la causa de todos los males de la tierra!».
El destino le reservó todavía otra humillación, el 2 de diciembre de 1431. Aquel día, Enrique VI, rey de Francia e Inglaterra, hizo su entrada triunfal en París. Cuando el monarca llegó frente al Palacio de Saint-Pol ella permanecía acodada en la barandilla de la terraza. Al divisar al joven rey, hijo de su propia hija, en el trono que ella misma había ocupado, distinguió cómo se despojaba de su caperuza para saludarla. Y entonces Isabel se inclinó ante el rey con humildad y, volviéndose de espaldas, lloró amargamente. ¿De qué manantial brotó aquel llanto...?
En septiembre de 1435, Carlos VII firmó el pacto que puso fin a la dominación inglesa. Isabel volvió a derramar lágrimas, pero esta vez de alegría. La Historia, implacable a la hora de juzgar a sus protagonistas, concedió a esta reina defenestrada el bálsamo de saberse en parte redimida.