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Las últimas horas del chequista García Atadell

El reo, que se arrepintió de su conducta antes de morir, escribió una carta a Indalecio Prieto que encabezaba diciendo «muero siendo católico»
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El reo, que se arrepintió de su conducta antes de morir, escribió una carta a Indalecio Prieto que encabezaba diciendo «muero siendo católico»
-Dígame, mi capitán, ¿cómo me van a dar muerte?
Un hombre moreno de 34 años, con voz entrecortada y ojos desesperados, imploró a su abogado defensor que pusiera fin a una tortuosa incertidumbre. Era aún de madrugada; a las cuatro –hacía poco más de una hora–, las autoridades del fuero militar habían irrumpido en su celda para comunicarle la peor de las noticias: su condena a muerte tras un Consejo de Guerra. Luego, acompañado por el jefe y oficiales de prisión, el reo había entrado en capilla. Junto a otros religiosos le aguardaba allí el franciscano Carlos Villacampa, que a mediodía había recibido una llamada telefónica urgente del marqués de Gómez de Barreda, hermano mayor de la Santa Caridad, rogándole que acudiera al Hospital de esa orden para cumplir una importante misión.
Tras franquear, silencioso, los tres rastrillos de pesados cerrojos, Villacampa llegó al oratorio acompañado de sus hermanos en la fe; adentro había un modesto altar presidido por un crucifijo y una imagen de la Virgen de los Dolores. Ante ellos rezaron todos unos minutos hasta ver aparecer a dos hombres de aspecto desaliñado. La curiosidad fue invencible: «¿Cuál de ellos es Agapito García Atadell?», preguntó el padre Villacampa a uno de los oficiales.
El militar señaló con la mirada a un tipo abatido, que caminaba ligeramente corcovado, como si tuviese bolas de plomo en los hombros.
Villacampa le observó detenidamente: llevaba el ceño fruncido y cabizbaja la mirada; de su rostro destacaba un bigote descuidado, como todos los mostachos arraigados en prisión; y bajo sus ojos vidriosos se perfilaban unos surcos violáceos fruto, sin duda, de excesivas vigilias. Aquel desgraciado se había convertido en una caricatura de sí mismo.
Tras confesarse con el cura Cabrera y comulgar en la misa celebrada por José Sebastián y Bandarán, el reo Agapito García Atadell decidió sincerarse con Villacampa: «Es verdad –admitió el preso– que bajo mi dirección se cometieron muchos crímenes: en la checa de los sótanos del Círculo de Bellas Artes, en la de la calle Fomento (antiguo Palacio de Manzanedo), y en la checa de la calle de San Bernardo eran sacrificados todos los días muchos religiosos y sacerdotes, monjas y personas de derechas. Pero haga usted saber a los españoles –y le digo esto con la sinceridad que impone la muerte y el juicio de Dios, ante quien me he de presentar muy pronto– que yo no he mandado atormentar a nadie antes de quitarle la vida. Puedo decir en disculpa mía, aunque con esto no pretenda atenuar mi participación personal en aquellos crímenes y mis simpatías por el Régimen, que salvé a muchas personas de derechas y no hacía otra que cosa que cumplir las órdenes que recibía de la Dirección General de Seguridad».
«Creo –dijo a continuación el franciscano– que deberías aprovechar para retractarte en público de tus ideas y de tus crímenes». Atadell asintió con la cabeza, y manifestó: «Todo lo que voy a escribir lo hago más con el corazón que con la pluma. Mi hora es la hora de la sinceridad frente a la muerte».
Fue entonces, mientras el religioso sostenía al condenado el papel timbrado, cuando éste escribió, deslizando la muñeca derecha por el aro de acero, una carta para Indalecio Prieto, que el general Queipo de Llano leyó desde el micrófono de Radio Salamanca la noche del 15 de julio de 1937 y la Prensa de Sevilla reprodujo al día siguiente con alguna que otra tergiversación.
La carta original de Atadell decía así:
«Hospital de la Santa Caridad
Sevilla
15 de julio de 1937
Sr. D. Indalecio Prieto y Tuero
Madrid
Mi amigo Prieto:
Ya no soy socialista. Muero siendo católico. ¿Qué quiere que yo le diga? Si fuese socialista y así lo afirmase a la hora de morir estoy seguro de que usted y mis antiguos camaradas lamentarían mi muerte y hasta tomarían represalias [sic] de ella. Hoy, que nada me une a ustedes, considero inútil decirle que muero creyendo en Dios. Usted, Prieto, antiguo amigo y antes camarada, piense que aún es tiempo de rectificar su conducta. Tiene corazón y ése es el primer privilegio que Dios les da a los hombres para que se consagren a Él. Rezaré por usted y pediré al Altísimo su conversión. Firmado: A. García Atadell».
Cuando terminó de estampar la frase «muero creyendo en Dios», el padre Villacampa se incorporó del asiento y abrazó al condenado, besándole mientras éste desplomaba el rostro desencajado sobre su hombro derecho. Todo estaba a punto de consumarse.
A las ocho y cuarto de la mañana del 15 de julio de 1937, irrumpió en la puerta de la capilla el encargado de la ejecución: «¡Agapito García Atadell, sígame!», ordenó en voz alta. El reo pidió al padre Villacampa que le diese un pitillo; éste extrajo uno de su petaca y se lo acercó a los labios y se lo enecendió mientras le acompañaba hasta el suplicio. Llegados al fatídico lugar, Atadell observó que los patíbulos estaban separados por un telón para que el segundo recluso no pudiese ver a su compañero ya ejecutado. Al comprobar que así era, se puso muy nervioso: «Pero, padres, ¿voy a ser ahorcado...?». Los hermanos se miraron entre sí. «Así es, hijo mío», asintió Sebastián. Al día siguiente, 16 de julio, la Santa Caridad se ocupó de enterrarle en el cementerio de San Fernando, situado en la calle de San Enrique, derecha, en el nicho número 91.
@JMZavalaOficial

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