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Laurie Anderson, a corazón abierto

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La artista lleva a la Mostra su preciso ensayo biográfico, «Heart of a Dog», el mismo día que Skolimovski nos regala la magnífica «11 Minutes»
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Si no es bueno sino excelente, razón de más para celebrarlo. Godard hablaba de la imagen justa; también existe la duración justa. Sin llegar a la hora y media, el polaco Jerzy Skolimowski y la norteamericana Laurie Anderson han dado en el clavo. En el caso del director de «Le départ», el tiempo mide sus fuerzas incluso en el título, «11 Minutes». Once minutos que se convierten, por obra y gracia del montaje, de la urgencia de narrar, en 82 en los que no sobra ni falta un plano. La suya puede ser una película de consenso, teniendo en cuenta que el presidente del jurado de la Mostra, Alfonso Cuarón, y dos de sus miembros más ilustres, los cineastas Hou Hsiao-Hsien y Nuri Bilge Ceylan, son lo que Tarkovski llamaba escultores del tiempo. Y sí, «11 minutes» está esculpida por un maestro al que no le pesan sus 77 años.
En un momento de la magnífica película de Skolimowski, un guardia jurado limpia el punto negro de su pantalla pensando que se trata de una mosca aplastada. Un compañero le saca de su error: «Es un píxel muerto». Un agujero negro que se reaparece en el apoteósico final del filme, y que sirve como representación perfecta de la muerte en esa imagen digital que pretende copiar lo real, y a través de la que se nos presentan los protagonistas en un prólogo de lo más elíptico. Ese píxel muerto es una mancha del sistema, un vacío en el ruido de fondo de una nube de información, el vórtice del huracán que lo engulle todo, y Skolimowski dedica toda su película a examinar qué hay en el interior de ese ojo sin párpado, qué levanta el viento que se levanta, cómo se forma el caos geométrico que hace posible que la muerte aparezca allí donde menos se la espera.
«11 Minutes» reinventa el subgénero de «vidas cruzadas». Y lo hace con la energía y el músculo de un cineasta que podría haber dirigido «La jungla de cristal». «Lo más simple sería pensar que ésta es mi respuesta al cine de acción de Hollywood», explicó en rueda de prensa. «He intentado poner un poco de inteligencia en algo que está pasando rápido y de forma violenta». Los personajes carecen de psicología, no sabemos casi nada acerca de su pasado o sus motivaciones, las situaciones son anecdóticas, pero todo transcurre en el mismo lapso de tiempo, que, dilatándose, se contrae y se fragmenta, y crea un espacio, una arquitectura emocional en la que algunas historias desencadenarán una catástrofe absurda por lo improbable, y otras se quedarán en desvíos, en callejones sin salida o en puntos de fuga. Así las cosas, el sumatorio, milimetrado hasta lo neurótico, del tiempo real de varias vidas humanas, su yuxtaposición, hace que su duración se sature, y que la imagen, pura emoción, nos arrastre hacia su interior. Allí espera la muerte, perdida en un mosaico de momentos presentes. «Quería mostrar que cualquier cosa puede ocurrir el próximo minuto. Sólo nos damos cuenta de que la vida es un tesoro cuando estamos a punto de perderla», concluyó Skolimowski.
Ese curioso tabú
La muerte es uno (uno de tantos) de los temas de «Heart of a Dog», el precioso ensayo autobiográfico de Laurie Anderson. «Es mi historia, es tu historia, la historia de cualquiera de nosotros», puntualizó Laurie Anderson. «La muerte sigue siendo un curioso tabú. En América hay una obsesión por controlar el dolor, por hacerlo desaparecer. Es lo que llamaríamos el ‘‘American Way of Death’’, contaba una risueña Anderson ante la Prensa. «Los americanos preferimos pensar que es mejor no sentir nada». La película funciona como reacción a esa anestesia, como lo fue «Farewell to Lou Reed», la carta pública que escribió, a tumba abierta, al que fuera su compañero sentimental durante veinte años. Suponemos que la tentación fue enorme, pero el nombre del cantante de la Velvet Underground no se menciona ni una sola vez en la película. Por el contrario, el catalizador de las reflexiones, entre metafísicas y prosaicas, de Anderson, es su perra Lolabelle, que murió antes que su marido. ¿Es Lolabelle la reencarnación canina de Lou? «El espíritu de Lou atraviesa toda la película. Con Lou hablábamos durante horas, sobre todo de sus miedos. Me acompañó durante parte del proceso, intervino como actor», explicó Anderson. «Lou fue mi mejor amigo».
En la línea de algunos ensayos de Chris Marker o del «My Winnipeg» de Guy Maddin, Laurie Anderson pone toda la carne de artista multimedia y experta en «spoken word» en el asador, y, en un alarde de poesía «free style», conecta su confusión ante el atentado de las Torres Gemelas, la caída desde un trampolín que casi la deja inválida a los doce años, la ceguera de su perra y la conversión de ésta en músico experimental, la muerte de su madre, el Libro de los Muertos tibetano y el cielo y sus texturas. Ante todo, como lo era «Home of the Brave», su excelente película-concierto, «Heart of a Dog» es un filme sobre el lenguaje. Si en su ya lejana (1985) ópera prima, hacía suyo el famoso lema de Burroughs («El lenguaje es un virus que viene del espacio exterior»), aquí toma a Wittgenstein como brújula para guiarse entre un mar de palabras e imágenes que, en su deambular errático, definen su mirada curiosa sobre las cosas. «Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo», escribió el filósofo austríaco. Anderson se toma al pie de la letra ese aforismo para que su intimista autorretrato sea, también, una radiografía de todos aquellos que la han acompañado, sobre todos los ausentes. Tendrá razón David Foster Wallace cuando dice que todas las historias de amor son historias de fantasmas.