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Lea el primer capítulo de «Demonios familiares», novela póstuma de Ana María Matute

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LA RAZÓN te ofrece el primer capítulo de la obra póstuma de la escritora barcelonesa, fallecida este verano, que publica Destino.

I – La ventana de los halcones

Algunas noches el Coronel oía llorar a un niño en la oscuridad. Al principio se preguntaba quién sería, puesto que hacía muchos años que en la casa no vivía ningún niño. Solo quedaba, en la mesilla de noche de Madre, una fotografía sepia, una sonrisa transparente y errática —quién sabía ya si de Madre o del niño—, flotando en la noche, como una luciérnaga alada. Ahora sus recuerdos, incluso los tenebrosos fantasmas de la campaña de África, se parecían cada día más a desperdicios, lo que queda, migas de pan en el mantel, de un antiguo festín. Pero su memoria recuperaba una y otra vez la imagen de Fermín, su hermano mayor. Encerrado en su marco de terciopelo malva, vestido de marinero, apoyado en un aro de madera, y siempre niño. Como un fantasma recurrente —«qué raro, es mi hermano mayor, pero yo tengo más años que él»—, persistía allí, nadie lo había quitado de la mesilla, ni aun cuando Madre ya no estaba, hacía años que él se había casado, había nacido su hija, y Herminia, su mujer, había muerto.
Desde que empezó a anochecer, se había hecho colocar en su silla de ruedas, de espaldas al balcón abierto de la sala. Así quedaba frente al espejo que Madre había hecho colgar inclinado, de forma que quien se mirara en él, o cualquier cosa que se reflejara, parecía que iba a volcarse sobre uno mismo. Todo era entonces, como le gustaba decir a Madre, «un paso más allá de lo que parecía». Cuando él preguntaba por qué el espejo no estaba del todo contra la pared, como los cuadros, repetía ella: «un paso más allá», con el aire misterioso de alguien que está y no está. Desde su muerte la sentía mucho más cerca que cuando vivía y se deslizaba por la casa sin ruido, siempre en zapatillas, misteriosa, como portadora de secretos y encomiendas guardadas entre algodones de silencio. Y estaba sintiendo más que recordando estas cosas cuando en el ángulo derecho del espejo surgió el resplandor anaranjado, ensanchándose en el cielo.
De pronto Yago estaba a su lado. Como en los tiempos en que aún no era su criado-sombra (como él lo llamaba), cuando aún era su ordenanza, nunca le oía llegar, y simplemente aparecía a su lado.
—Fui a buscar a la señorita Eva. Ya está en casa —dijo.
—Han incendiado el convento —murmuró el Coronel—. Esta vez le ha tocado a éste... Por eso yo no quería que mi hija... —se detuvo. Una de las cualidades de Yago era que podía mantener una conversación con el mínimo de explicaciones. Entre él y el Coronel existía un cordón invisible de compenetración tan estrecha que apenas necesitaban palabras para entenderse.
—Sí, mi Coronel... No ha sido un accidente... He ido a la cochera, he enjaezado la yegua al tílburi... Y la he sacado, la he traído del convento poco antes de que llegaran ellos con los bidones. Para entonces, ella ya estaba a salvo.
—¿Quiénes han sido...?
—Los de siempre, mi Coronel. ¿Le llevo a alguna parte?
—No, déjame así, de espaldas al balcón. Quiero seguir mirando todo en el espejo... ¿Qué sabes de las monjas?
—Todas se han marchado a tiempo, que yo sepa. Las tres últimas, la madre Ernestina, la superiora, con dos postulantes. Y la señorita Eva, conmigo.
—¿La última?
—No, mi Coronel, la primera de las tres.
Ahora el resplandor llenaba casi enteramente el espejo, y la silueta de los arrabales se recortaba, negra, contra el cielo inclinado sobre él. «Un paso más allá», pensó. Y creyó oír la voz de Madre, un leve aliento en su oído, ronca y suave a un tiempo.
Era quizá cuando más angustiaba oírla. Pero el saber que Eva, su hija, ya estaba a salvo en casa, le devolvía la precaria tranquilidad de que disfrutaba en los últimos tiempos. Aunque jamás hubiera permitido que aquella intranquilidad dejara al descubierto lo falso de su aire inconmovible, la impasibilidad de su rostro. Nunca nadie, y menos que nadie su hija, sabría la desazón, el disgusto que le causó su decisión, tan sorprendente, de ingresar como postulante a novicia en el convento donde había estudiado, interna, desde los siete años. Y al que nunca se le oyó dirigir alabanzas, precisamente.
Aquel disgusto, añadido al temor —sí, incluso temor, a sí mismo no podía engañarse— que le producían los últimos acontecimientos. Conventos quemados, amigos perseguidos, el cambio de régimen, de bandera...
Ni un solo espejo en todo el convento. Ni un solo espejo en mi celda: había estado un año sin verme. Fue lo primero que se me ocurrió cuando la madre Ernestina nos reunió de nuevo en su despacho. Hacía más de una semana que se había quitado el hábito y «camuflado de mujer», como decían las aspirantes a novicias. Solo quedábamos tres, las mellizas del sur y yo. Las demás habían regresado a sus casas, o habían venido a por ellas sus familias. La madre Ernestina nos contempló en silencio unos minutos, y al fin empezó a llorar. Era muy raro ver llorar a la imponente superiora, ante quien más de una vez habíamos temblado. Ahora, nos abrazó una por una y dijo: «Tú, Eva, tienes a tu padre... Ya ha enviado a Yago a buscarte: te espera abajo. A las mellizas las llevo conmigo... Hasta muy pronto —y añadió en seguida—: hasta cuando Dios quiera».
Bajé a saltos la escalera y, cuando vi la cara espesa y casi sonriente de Yago, con su estrafalario uniforme inventado por él mismo con prendas desechadas por el Coronel, y, sobre todo, a la querida yegua Catalina, estuve a punto de abrazarles a los dos. Pero subí al tílburi en silencio. «Estoy domesticada», pensé. Un inoportuno temblor interior, que mezclaba sentimientos de miedo y alegría incontenible, me sacudía corazón adentro. «Todo un año sin mirarme al espejo...», me repetí, como en una de esas canciones estúpidas que a veces ocupan nuestro pensamiento, sin que podamos evitarlo.
Al fin, ya rozando el lindero de los bosques, sobre la colina, apareció la casa. La gente del pueblo la llamaba el Palacio. «Pero no es ningún palacio... solo porque tiene dos escudos en la fachada...» Ya entraba por la grande y pesada puerta, y me lanzaba corriendo escaleras arriba. Echaba de menos —y ahora me daba cuenta de hasta qué punto— mi habitación, por vieja y anticuada que fuera, por más que no tuviera nada que ver con las habitaciones de otras chicas, como veía en las revistas. Echaba de menos, sobre todo, el gran espejo de mi armario ropero.
En realidad —quién iba a decirlo— echaba de menos toda la casa, desde el desván con mi ventanita predilecta frente al árbol hasta la vieja Magdalena, cocinera y ama de llaves, todo de una pieza, que «había conocido a Madre y a mamá...», y a Yago, al que secretamente llamaba «la Sombra», porque parecía no despegarse de la silla de ruedas, ni de los mismos pensamientos de mi padre, con sus compartidos fantasmas de la guerra de África; todo cuanto me había parecido gris, monótono e insoportable, incluido el Coronel. Subí precipitadamente las escaleras, y el conocido crujido de los peldaños de madera parecía darme una especie de bienvenida, aunque tan sobria y tacaña como el propio Coronel: un protocolario beso en la mano era todo cuanto permitía como muestra de cariño. «Luego iré a verle... primero quiero ver mi habitación. Al fin y al cabo, él contempla el mundo en su espejo inclinado... Yo me miro a mí misma en el mío», pensé, con una vaga mezcla de compasión y soterrada venganza hacia el inválido retirado. Por aquel tiempo, a menudo me invadía una oscura desazón: debía vengarme de mi padre, aunque ignoraba la causa. ¿Acaso le odiaba? No desechaba esta idea, pero al mismo tiempo la apartaba, atemorizada, y acababa despertándome fantasmales culpas, que no acertaba a explicarme. A mi madre ni siquiera la conocí. Sabía que se llamaba Herminia, y que, según oí a Magdalena, «ahora ya casi nadie muere de parto, pero ella tuvo esa mala suerte». Abrí la puerta empujándola con las dos manos. Era pesada, como todo lo de la casa, y también pareció arañar el aire aquel gruñido tan conocido que, de pronto, me parecía acogedor, y antes me sonaba a rechazo. Olía a cerrado, aunque todo estaba limpio y ordenado. Se notaban las manos de Magdalena («como le gustaba a Madre... y también a tu mamá, que la procuraba imitar en todo...»). ¿Cuándo dejaría de oír siempre las mismas frases, hablar de las mismas personas? Entre Magdalena y Yago, que se ocupaba de mi padre con una entrega perruna, casi molesta, llevaban la casa (mejor dicho, la «arrastraban», como los caracoles). También a mí me parecía arrastrar mi propia vida, ¿acaso por eso, y no solo por contrariar a mi padre, había decidido ingresar en el convento?
Abrí la ventana, y entró el anochecer, casi la noche. La proximidad del bosque y de los huertos que rodeaban la casa despedía un aliento salvaje, de cruda primavera. Todo parecía a punto de nacer. Me encaré al espejo, y empecé a quitarme la ropa a tirones, esparciéndola a mi alrededor, hasta que estuve desnuda, me vi de cuerpo entero. Y ya no vi una niña. Contemplaba —me contemplaba— por primera vez: una mujer joven, blanca. Una criatura a la que apenas daba el sol, y en aquel momento descubrí que tenía sed de sol, de viento. El contraste de la blancura de mi piel con el negro intenso de mi cabello casi me sorprendió, como si no me perteneciera, como si fuese de otra persona. Aquel había sido mi año de prueba, y al siguiente, si persistía —que no persistiría—, sería mi ingreso en el convento ya oficialmente como novicia. Abrí bruscamente el ropero y arriba se mecieron los vestidos, en sus perchas. «Todos mis vestidos...» Alargué los brazos y los abracé, como a antiguos cómplices, más que amigos. En el convento, durante mi año de prueba, aún no vestía hábito, pero las faldas y blusas permitidas nada tenían que ver con aquellos. Y de nuevo, después de mucho tiempo, me miré a los ojos. A menudo evitaba mirarme a los ojos. Esta vez lo hice sin temor. Eran azules, grandes, brillantes. «Soy guapa», me dije, en voz alta. Algo que durante el último año estaba prohibido no solo decir, sino pensar. Volvieron a gruñir los goznes de la puerta, y entró Magdalena, sin llamar, como de costumbre. Me abrazó, soltó una lágrima.
—Cuéntame, niña, cuéntame...
—Primero vinieron unos, lanzaron insultos y piedras contra la puerta principal... Luego, ya cuando anochecía, llegaron los de los bidones... Pero para entonces, ya la madre Ernestina nos había reunido a las que quedábamos, porque faltaba la mayoría; se habían ido a sus casas o las vinieron a recoger sus familias... Quedábamos solo tres: las mellizas y yo. La madre Ernestina me avisó entonces de que había venido a buscarme Yago, con el tílburi... me alegré de que trajera el tílburi y a la yegua Catalina. La madre Ernestina cerró con llave, y ella y las mellizas me abrazaron. Todas, antes tan reservadas, de pronto se abrazaban.
Me oía hablar con voz aburrida, como obligada a leer en voz alta.
—¿Eso es todo? —preguntó
—Sí, eso es todo, Magdalena... solo que... me alegro de estar en casa.
«No es toda la verdad, no es que me alegre de estar en casa. De lo que me alegro es de haber salido de allí.» Pero íntimamente también me alegraba del reencuentro con el olor a tierra y árboles que entraba por la ventana, que me estrechaba y rodeaba como una misteriosa música, solo audible en mi interior. Y entonces, bruscamente, llegó la tormenta. Una descarga de lluvia se desplomó, fuerte y sonora, entró en la habitación mojando el suelo y a nosotras dos.
—¡Dios lo ha hecho... Dios bendito! —gritó más que dijo Magdalena juntando las manos, como si rezara. Una gota de agua resbalaba por su frente. Y cerró la ventana. Pero enseguida se volvió hacia mí—: ¿Todavía no has ido a ver a tu padre...? —y se interrumpió, como asustándose de sus palabras o de algo que estaba viendo—. ¡Dios mío, si estás en cueros!
—No te preocupes... Enseguida me visto y bajo a verle.
—No tardaré en serviros la cena —murmuró y, aún nerviosa, añadió como para sí misma—: El pobre estará preocupado, esperándote... Él vio el incendio en el espejo, pero para entonces... Yago se anticipó y fue a buscarte...
—Te digo que no te preocupes.
Cuando me quedé sola abrí el cajón de la ropa interior y fui sacando las prendas con un deleite suave, añorante. Los encajes y la seda se deslizaban entre mis dedos, y cerré los ojos. En mi dichoso año de prueba hasta la ropa interior hube de cambiar por las toscas ropas que me vi obligada a llevar. Las odiaba. Aunque podía considerarme afortunada: conservaba mi melena.
Me vestí, despacio, con ropas que un año atrás me parecieron vulgares, corrientes, y ahora preciosas. Cuántas cosas a las que no daba entonces importancia se volvían de pronto añoradas, podría decirse que descubiertas. ¿Por qué me había ido al convento? ¿Qué había ido a buscar allí? Ahora tenía que encontrar una respuesta convincente. Pero «allí fuera...» todo resultaba tan desconocido, tan misterioso. Llena de confusión, ignorancia, y casi odio hacia no sabía quién ni qué, el temor respetuoso que había sentido de niña y adolescente hacia mi padre aparecía ahora convertido en una suerte de rencor inane. Pero aún por encima de estos sentimientos, un tedio vasto, casi ilimitado, me invadía aún más pesado, más estólido que el rencor, y la indecisión que, paradójicamente, me había empujado, un año atrás, a ingresar en el Convento. Un lugar que ya nada tenía que ver con el que recordaba de mis años de colegiala.
¿Podría llegar a ser el aburrimiento un sentimiento tan destructor? Volví a mirarme en el espejo, ya vestida, y pensé: soy una desconocida. No sé quién es esa mujer.
El Coronel me esperaba en su silla de ruedas, de espaldas al balcón, enfrentado al espejo inclinado, refugiado en una especie de inútil autodefensa. Como su contumaz y mudo «no ha pasado nada».
Había sido un hombre alto, elegante, y ahora, con su cabello ralo, sus piernas inútiles y la enorme tristeza de sus ojos, me despertó una compasión que no sabía justificar. «Toda la vida ha sido un tirano, no tengo por qué sentir piedad por alguien que no la tuvo con nadie.»Todami infancia solitaria, enjaulada en casa o en el colegio, me llegó como un temblor nunca olvidado. Veía ahora a una niña más atemorizada que triste, siempre temiendo un vago castigo—que nunca llegó pero siempre amenazó—. Una caricia que tampoco. Una niña que a veces, tras los cristales, veía jugar a otros niños sin haber jugado ella nunca. Pero un día, a los siete años, me había sentido por primera vez «alguien». Por primera vez, en el colegio de las Monjas—así lo llamaban en el pueblo—,mi persona era tomada en consideración, mis palabras escuchadas, mis acciones contempladas, aun para reprenderlas. «Es la hija del Coronel.» Qué pobre, qué lamentable me parecía esa frase ahora. Pero esos habían sido mis primeros y únicos días de autovaloración. «Acaso—me dije mientras me acercaba a mi padre, me inclinaba hacia él y depositaba el conocido y protocolario beso en su mano—, acaso esa es la razón por la que me fui al convento...» Pero enseguida aparté esa idea de mi cabeza. Mi padre me asió del brazo, obligándome a inclinarme más hacia él, me besó en la frente, y escuché el tono entre displicente y afectuoso con que celebrabami vuelta a casa.
Yago condujo la silla al comedor, y yo lo seguí con rutinaria docilidad. Hasta en los más pequeños detalles de nuestra convivenciame veía sumisa, dominada por la voluntad demi todopoderoso padre. De la cocina llegaba el aroma de los típicos guisos de Magdalena. «También los echaba de menos.»
Disfruté de aquella cena, de la comida, como no podía imaginar. De pronto todo, hasta las cosas más sencillas, había adquirido una importancia y una calidad que antes no tenía, o yo no sabía ver. Era como si una recóndita alegría, aunque callada y tímida, fuera despertando en todo cuanto mirase. Aun si lo que miraba fueran reliquias de otro tiempo, vagamente deprimentes e incluso, en
años anteriores, aborrecidas. Desde el moño lleno de horquillas de Magdalena, sus pies calzados con «silencios», y sus pasos cautelosos, hasta la forma en que los dedos de mi padre manejaban los cubiertos (incluso el chocar del tenedor o del cuchillo
en el plato). Todo aparecía mezclado a una demoledora y persistente melancolía que cubría la casa de un polvo invisible y ecos de voces desaparecidas. Cualquier mueble, cualquier objeto antiguo, se convertía a mis ojos en viejo, gastado, casi muerto. Tal vez por eso, el gesto cotidiano y vulgar de abrir una ventana traía un olor a criaturas vivas, árboles y yerba, gritos misteriosos propagándose
de rama en rama desde el interior hueco de los troncos, allí donde se ocultaban los pájaros negros del bosque.