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A los dragones de Martin se les apaga el fuego

larazon

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En realidad, «Fuego y sangre», la precuela de la saga «Juego de tronos» de George R.R. Martin, es una genealogía de la dinastía del mundo imaginario de Poniente en la que se mezclan sin pudor la barbarie medieval con «La historia de la decadencia y ruina del Imperio romano», de E. Gibbon. Un lector lego en «espada y brujería» requeriría una somera iniciación en las «Estructuras elementales del parentesco», de Lévi-Strauss, para seguir las alianzas y coyundas incestuosas de la casa real de los Siete Reinos: matrimonios de padres con hijas y hermanos con hermanas en un monótono acontecer de historias dinásticas que luchan por la corona de hierro en una sucesión de batallas, conquistas, enfrentamientos entre reinos y confrontación de ejércitos de una monotonía solamente superada por la falta de interés dramático de estas luchas por el poder que lleva a cabo el rey Aegon, de la dinastía de los Targaryen, por unificar los Siete Reinos y mantener su dinastía en el Trono de Hierro, compuesto por decenas de espadas. Con una prosa tan plana y sumaria que ni siquiera el recurso a la crónica alivia su sequedad.
Saber inútil
Hay que ser un friqui irreductible para soportar este relato pormenorizado de simplezas épicas solo comparable con memorizar el nombre de los miles de pokémones de «Bola de dragón». El tipo de saber inútil que hace honor a quienes recitan la lista de reyes godos, mucho más interesante que la dinastía imaginaria de Martin. Es notorio que el autor se inscribe dentro del subgénero de «Espada y brujería», eso sí, pasado por los tediosos relatos de Tolkien, de quien se manifiesta un rendido admirador. Las diferencias, que las hay, estriban en la oposición entre individuos y grupos: los protagonistas de la fantasía épica de Tolkien son seres corrientes que cumplen una misión imposible enfrentados a fuerzas sobrenaturales y ejércitos imbatibles y vencen, mientras que el protagonista de Martin es colectivo, las luchas de poder por el Trono de Hierro.
Literariamente, es un escritor prolijo, carente de un mínimo de preceptiva literaria, por eso ha escogido la crónica: hechos, fechas, enumeración genealógica de reyes, aliados o enemigos, que configuran una interminable relación de acontecimientos sin la menor dramatización, diálogos, construcción de personajes y apenas fabulación. Sin creación de una trama que permita al lector identificarse con los personajes, seguir con interés el decurso generacional y proyectarse poéticamente en una historia árida que no invita sino al rechazo.
Porque «Fuego y sangre» es un cuento de hadas largo y tedioso con princesas «de cabello de oro y plata, ojos violeta», reyes de una sola pieza y nobles machistas y misóginos con derecho de pernada. El tipo de relato de fantasía medievalista mezclado con libros de caballería donde no faltan dragones que lanzan fuego capaces de incendiar castillos y abrasar ejércitos enteros. Trescientos años antes de que la princesa Khaleesi se convirtiera en el modelo de las nekanes podemitas.