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  • Diego Gándara

    Diego Gándara

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Fui afortunado al tener unos padres que se amaban y que, fruto del crisol de ese gran amor casi insondable, me amaban. El amor, indefectiblemente, confiere belleza». Así se expresa Richard Ford al final de este hermoso libro, donde el estadounidense se zambulle en su memoria para rescatar el recuerdo de sus padres: Edna Akin y Parker Ford, dos seres humanos cuyas vidas no se diferencian de las de cualquier ser humano pero que, en manos de Ford, brillan bajo una luz cristalina. El libro, que se compone de dos textos escritos con más de treinta años de diferencia (el primero, recientemente, cincuenta y cinco años después de la muerte de Parker; el segundo, concebido en 1981, tras la muerte de Edna y publicado por Anagrama en 2010), poco tiene que ver con la obra de ficción de Ford, aunque el paisaje descripto en estas emotivas páginas parece ser el mismo: el sur de los Estados Unidos, un territorio cruzado por larguísimas carreteras, hoteles levantados en los caminos, suburbios de casas blancas donde los viejos lazos importaban mucho y los recién llegados eran forasteros, y por donde transcurrió la vida de sus padres, que se casaron en 1928, y la del autor, nacido en 1944, cuando Parker y Edna ya habían pasado la franja de los treinta años. «No hay duda de que se sentían felices de tenerme –dice Ford–. Debió de ser un acontecimiento que por primera vez hacía convencional su vida de pareja».
Inocente entusiasmo
En el primer texto, Ford traza la biografía de su padre desde el final: su muerte súbita cuando él tenía dieciséis años. El relato que ofrece es el de un hombre que había nacido en el campo y que había labrado su vida como viajante de comercio, un trabajo que lo obligaba a permanecer fuera de casa pero que no le hacía perder ni su buen humor ni su entusiasmo, un poco inocente, por la vida. Ford recuerda los días junto a su madre en Jackson, la incapacidad de su padre para arreglar cualquier desperfecto hogareño, sus arrebatos de cólera, sus problemas con el corazón, su gordura incipiente, su estampa de hombre bueno pero, por encima de todo, su muerte, un hecho que todavía permanece en su memoria, aunque le queda el consuelo, señala Ford con sabiduría, que de no haber muerto su padre, su vida no habría sido escrita; o, lo que es lo mismo, no habría podido volver, gracias al milagro de la escritura, a la vida. En el segundo texto, levemente modificado para esta edición, Ford ofrece un retrato de su madre desde una óptica distina y que es, de alguna manera, una continuación del primero: la vida de una mujer que ronda los cuarenta años y que se ha quedado sola con su hijo en un suburbio donde no conoce a nadie. El retrato de su madre no puede ser más conmovedor. Ford desvela aquello que, muchas veces, no se ve: que las vidas y las muertes de los seres humanos con frecuencia pasan inadvertidas y que la vida, concluye Ford, solo es eso: «Otra verdad perdurable en la que debemos reparar».