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Ángela Vallvey: «Nada de lo que ayuda a curar el alma debe ser desdeñado»

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Publica «El arte de amar la vida», donde explora en formato de ensayo la «magia de las palabras».
En sentido estricto, ¿qué pieza literaria no es un libro de autoayuda? Obviando cuanto de flagelante y oscuro existe también en el arte, el mero retrato de la condición humana debería servirnos de algún modo para adecuar nuestra posición en el mundo y acercarnos a algún tipo de bienestar de la conciencia. En este sentido, Ángela Vallvey (San Lorenzo de Calatrava, 1964) no ha parado de hacer libros de autoayuda desde que en 2002 ganara con «Los estados carenciales» el Premio Nadal –y aun antes, pues su primera novela data de 1995–. Pero la ficción es caprichosa y a menudo altanera y gusta de rehuir las etiquetas. Sin embargo, la no ficción aspira a un pacto de honestidad tácito entre autor y lector... y nada presuntamente más honesto que la autoayuda.
Es un género tradicionalmente mal visto por el común de los escritores, tal vez por ser un cajón de sastre en el que no siempre prima la calidad literaria y donde a veces medran los chamanes de verbo fácil y los vendedores de crecepelo literario (que los hay). Pero si echamos la vista atrás –muy atrás–, sorprende el árbol genealógico del género: desde Ovidio («El arte de amar», «Remedia amoris») y Marco Aurelio («Pensamientos») a derivaciones de todo tipo como las obras de Thomas de Kempis («Imitatio Christi») o Andrea Capellanus («El libro del amor cortés»). «El arte de amar la vida» (Editorial Kailas), el nuevo ensayo de Vallvey, no reniega de su condición de manual –libre y sui géneris, eso sí–: «La intención de este libro es que el estado de ánino de sus lectores mejore y sientan que el mundo merece la pena», señala la autora. Según Alejandro Jodorowsky, el padre de la «psicomagia», nadie mejor que ella para enseñar deleitando lo que es aprender a ocupar un lugar en la tierra. Dice Jodorowsky: «Unos viven invadiendo el mundo, otros viven escapándose del mundo. Ángela Vallvey vive en el mundo, le da caricias, le da mordiscos, pero sabe lo que es estar viva a un exacto ciento por ciento, ni más allá ni más acá, entera en lo que dice, hace y regala». Nos acercamos a la escritora en medio de estos días de tráfago de la Feria del Libro para hablar más en detalle sobre su última propuesta; una obra en la que la palabra –hablada, leída y, sobre todo, escrita– tiene un peso capital en este recetario particular.
–En 2002 ganó el Nadal con «Los estados carenciales», donde ya tocaba en ficción varios aspectos recuperados en este libro en formato ensayo. ¿Qué ha aprendido en estos casi 15 años de la condición humana, la búsqueda de la felicidad y el arte de vivir? Y, sobre todo, ¿por qué eligió ahora el formato ensayístico?
–Es cierto que con este libro he vuelto a interesarme por asuntos que ya había tratado antaño en forma de novela. Creo que aquellos eran «grandes» temas, las preocupaciones que nos acompañan a lo largo de toda nuestra vida, y explorarlas en forma de ensayo era algo que me tentaba hacer. No sé si he aprendido mucho desde entonces. Literariamente, espero que sí. Intelectualmente, el tiempo transcurrido aumenta las preguntas, más que traer respuestas consigo. Pero, si en la novela indagué en el asunto de la «felicidad», ahora creo que existe una cierta «tiranía» social que nos empuja a todos a tratar de ser felices a toda costa, cuando solo el desapego, incluso en esta cuestión, es capaz de aportarnos cierto equilibrio. También estoy convencida de que, autoeducándonos, todos somos capaces de mejorar nuestras vidas en un noventa por ciento. Y de eso trata este libro: de cómo explorar y enriquecer nuestra personalidad.
–Sigamos con «Los estados carenciales»: allí había una capa de ironía hacia los libros de autoayuda. Generalmente, muchos escritores «consagrados» miran con recelo este apartado. ¿Le molestaría que etiquetasen «El arte de amar la vida» como una obra de autoayuda? ¿Qué opina del género, que arranca con Ovidio (al que recuerda el título de su libro), y sus derivaciones actuales?
–«Los estados carenciales» era una novela humorística, pero no corrosiva, sino crítica y compasiva a pesar de su socarronería. No me molestaría que calificaran este libro de «autoayuda», posiblemente es hora de que esa «sección» de las librerías sea ocupada por voces diferentes, ¡incluso por la mía!... En algún momento tuve la tentación de desdeñar el género, ahora pienso que nada de lo que ayuda a curar el alma y a crecer debería ser ignorado.
–Decía Nietzsche: «Queremos ser poetas de nuestra vida»...
–Yo también lo deseo. Me gustaría aprender a ser un poeta de la existencia. Y quisiera poder enseñar a otros para que lo sean. Quizás no lo consigamos, pero sólo con intentarlo ya lo somos en gran medida. De Nietzsche no me gusta su nihilismo, pero sí sus contradicciones, vivas, vibrantes, «poéticas».
–Usted habla de la «vida como obra de arte». ¿Cómo podemos aspirar a ello?
–Aplico en este libro, para conseguirlo, una herramienta tan sencilla como maravillosa: la capacidad de los seres humanos para aprender a leer. Las claves del lenguaje y la lectura nos pueden servir como fórmulas iniciáticas para encontrar un arte de vivir práctico y barato.
–Todo el libro es, de hecho, una defensa de la «magia de las palabras». ¿Imagina una vida plena sin ellas? ¿Cómo ayudan a construirnos como personas?
–Las palabras, para el homo sapiens, siempre han sido sagradas, desde el momento en que empezamos a pronunciarlas. Estamos hechos de palabras, la vida sería imposible sin ellas. Pero es realmente curioso que sea ahora –cuando mayor grado de desarrollo hemos alcanzado, cuando más población alfabetizada existe– el momento en que el lenguaje empieza a recibir las agresiones más efectivas y a extenderse un inquietante manto de analfabetismo funcional que, como siempre, perjudica y afecta a la parte menos pudiente de la sociedad: a los jóvenes, a los pobres, a los más débiles.
–En su obra hay multitud de referencias a escritores y poetas. En varios (Dante, Heine o el Duque de Rivas) pone el foco para analizar su conducta y la lección que podemos sacar de ellos. ¿Qué ha aprendido de las vidas de poetas?
–Cada uno de ellos tiene una lección que enseñar, a pesar de que no han tenido vidas ejemplares, o precisamente por eso. Las vidas de los poetas son mucho más interesantes y dignas de elogio que las antiguas «vidas de santos». Aunque sólo sea porque han logrado convertir en arte la adversidad, la locura y el dolor. En arte, y no en crimen.
–Por todos lados se nos apremia a ser felices: desde la publicidad a la política. Todos proponen su receta. ¿La felicidad ha de ser un imperativo, una aspiración, o nada de todo ello?
–La felicidad se ha convertido en un producto más de consumo. Me irrita esa manía, que cunde en nuestros tiempos, de convertir en obligaciones lo que deberían ser meras aspiraciones. Queremos ser felices, claro, pero si nos «obligan» a serlo, acabamos frustrados, amargados. Hay que tener otros objetivos, más modestos y desapegados. Hay que ser menos cafeteros en todo, incluso en esto. Si lo logramos, quizás la felicidad venga después, por sí sola, corriendo a nuestros brazos...
–El libro se cierra con gran número de sentencias elaboradas por usted misma. En muchos casos recuerdan a las máximas de los grandes: Marco Aurelio, Pascal...
–Sí, son dos de mis autores de cabecera. Marco Aurelio (lo he dicho a menudo) es desde siempre uno de mis mejores amigos. Como ve usted, disfruto de muy buenas relaciones: siempre he procurado vivir en buena compañía.

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