Bien hallada Joyce Carol Oates
La descomunal cantidad de obras año tras año, sus volúmenes casi siempre tremendamente gruesos, una inagotable labor literaria que abarca la novela, el cuento, el ensayo, la poesía, el teatro, la literatura infantil y juvenil, la crítica literaria...; todo ello manteniéndose en la cresta de la ola desde 1964, más su trabajo como académica, editora y profesora de escritura creativa en la universidad, hacen de Joyce Carol Oates una de esas vacas sagradas que reciben parabienes tan continuos como rutinarios. El nombre y apellido de un autor norteamericano de éxito es ya una marca para la mercadotecnia cultural, y en tales situaciones, cuántas veces el lector recibe anonadado obras mediocres avaladas por un engranaje publicitario del que no quieren ni librarse los críticos profesionales.
Ello provoca comentarios a veces juiciosos y justos, y otras, exagerados e inaceptables. Oates no obstante ha tenido el gozo de recibir admiraciones tan unánimes e incondicionales que ya es un lugar común, pleno de hartazgo a mi juicio, el hecho de que en el reparto de los Nobel su nombre aparezca como candidato, si bien, cabría decir, mantenerse como el persistente candidato pueda implicar más rédito comercial que el del autor desconocido al que se lo dan de repente. El caso es que esta eterna aspirante al galardón sueco, a sus 76 años, ha dado lo mejor de sí misma y ha publicado una obra a la altura de su prestigio: «Carthage», sabia, entretenida, sensible, meticulosa, psicológica, social y palpitante; una novela que engloba el dolor familiar y las consecuencias domésticas de una guerra, los celos y la autodestrucción, la fe y el destino, la huida y el regreso, el perdón en mayúsculas.
Un pueblo ficticio
Hablar de la historia implicaría el riesgo de transmitir información que estropearía la lectura a quien abra las páginas y al que recomendaría que ni echara un vistazo al índice, para no proyectar desde los títulos de los capítulos el devenir de una trama que ofrece el siguiente enigma: saber cómo y por qué en realidad ha desaparecido una joven de diecinueve años llamada Cressida. La acción se desarrolla en un pueblo ficticio del norte del estado de Nueva York, Carthage, rodeado de lagos y montañas, y tiene como protagonista a una familia, los Mayfield, compuesta por la chica, que todos consideran «la lista» por su carácter rebelde y grandes habilidades artísticas, su hermana mayor, Juliet, «la guapa», y sus padres, el carismático Zeno –antes alcalde de la localidad y muy partícipe en la vida social del entorno–, y Arlette, católica serena que llegará a perdonar a la persona que es condenada por el supuesto asesinato de Cressida, el ex combatiente en Irak Brett Kincaid, a la sazón prometido de Juliet y que, inesperadamente, rompe su compromiso días antes de la desaparición.
Con estos elementos principales, que al comienzo recuerdan al libro de Gillian Flynn, hoy película en cartel, «Perdida» –por su gran recreación del modo en que se reacciona ante un drama de tales proporciones y cómo los medios de comunicación se aprovechan del morbo que despierta la incertidumbre de no hallar el cadáver de la muchacha en el río donde se la busca–, Oates urde una novela vertiginosa de sentimientos, temores y esperanzas durante los siete años que dura todo y en el que cada uno de los personajes –incluida la madre del soldado– verá la forma en que se descompone su existencia entera. De soslayo, Oates radiografía la vida americana del norte y de Florida, la de las urbanizaciones tranquilas y las comunas de hippies, la cristiana y la reivindicativa, la que envió a sus muchachos a morir a Irak y que a la vuelta recibe a heridos, mutilados, desequilibrados que han cambiado un infierno por otro: el de la posible muerte por el de la incomprensión. Particularmente magistral es el largo capítulo 9: cien páginas en las que el lector podrá recorrer el interior de una cárcel de máxima seguridad que tiene a presos en el corredor de la muerte, de la mano de un personaje seminuevo, por así decirlo, Sabbath McSwain, y su jefe, un sociólogo que investiga las alcantarillas morales de su país.
Un capítulo en el que cobra voz un teniente encargado de acompañar al grupo en un tour que sólo puede ser siniestro y descorazonador, tanto por lo que se ve como por las explicaciones que se escuchan: «Los contribuyentes están hartos de mimar a esta gente. Uno de cada cien ciudadanos de Estados Unidos está encarcelado (o lo estará), y en el caso de la comunidad afroamericana, uno de cada diez (varones), o más, está encarcelado, o lo estará».
Oates consigue un magnífico equilibrio entre las fuerzas sociales más despiadadas –la violencia, la envidia, la intimidación jerárquica– y las pasiones de unos personajes verosímiles porque se mantienen en un dolor tan sobrio como profundísimo. Ese factor resulta definitivo, dado que en otras novelas, como «A media luz», la sensiblería y la emoción se convertían en histeria a partir, en aquel caso, de representar la fama póstuma de un hombre muerto heroicamente –tras salvar de ahogarse a una niña en el río Hudson– al que le rodeaba un enjambre de mujeres para las cuales era todo un amor platónico; el tipo en cuestión representaba el paradigma de macho fuerte y a la vez sensible, independiente, libre y casero, discreto, amante de la naturaleza y el arte –era escultor– y el «conócete a ti mismo» socrático (algo similar al caso de Zeno Mayfield, lector de Platón y de otros pensadores). Una idealización –el hecho de ser tuerto de un ojo lo hacía más irresistible a todas– que hacía todo muy cursi, configurando más un novelón rosa que un relato concebido por una literata sobre la que planea, y con «Carthage» se lo va mereciendo, el maldito-bendito premio de Estocolmo.