Crónica del ciclismo más salvaje
El Tour de 1928 acogió al primer equipo de habla inglesa de la historia y David Coventry relata la aventura en la apasionante «La milla invisible». Un debut literario que devuelve al deporte al tiempo de los pioneros, donde todo era artesanal.
El Tour de 1928 acogió al primer equipo de habla inglesa de la historia y David Coventry relata la aventura en la apasionante «La milla invisible». Un debut literario que devuelve al deporte al tiempo de los pioneros, donde todo era artesanal.
Cuando una etapa del Tour se desordena y se vuelve loca y algún ciclista importante se quita el pinganillo o ataca pese a que quedan cientos de kilómetros para la meta, los cronistas escriben que es una etapa antigua, de cuando al ciclismo no había llegado la tecnología y todo dependía de la voluntad o de la fuerza de los ciclistas. De cuando el Tour, mucho más que ahora, era una prueba de supervivencia y no te podían ayudar a cambiar la rueda de la bici. De cuando los ciclistas asaltaban los bares que se encontraban por el camino para conseguir avituallamiento, las grandes etapas empezaban de noche y los ciclistas, como el protagonista de la novela de David Coventry, no temía la caída, sólo temía las veces que se iba a caer.
Coventry es un documentalista de Nueva Zelanda al que un día le llegó una carta pidiéndole algún metraje sobre Harry Watson. No tenía ni idea de quién era. Fue al investigar, al conocer su historia como miembro del equipo de habla inglesa que disputó el Tour de 1928 cuando Coventry, que nunca había escrito de manera regular o seria, se planteó y más, se puso a escribir la novela de esa tortura o esa heroicidad que era participar en ese Tour. Un participante imaginario en ese equipo de «kiwis» narra la odisea del Tour, la pelea contra los elementos, contra las propias fuerzas y contra los rivales, esos elegantes ciclistas franceses y europeos, que saben perfectamente cómo sentarse en el sillín y que gastan menos energía que los cinco oceánicos.
Las cicatrices de la guerra
Es el Tour, pero también es una Francia y una Europa que no se ha recuperado de la guerra y cuyas cicatrices aún perduran en los paisajes y en algunos ciclistas. Es un viaje agotador a traves de rectas y montañas en el que el autor también se dejó hasta la última gota de su esfuerzo y dos meses antes de acabar su novela sufrió un síndrome de fatiga que transmitió a la novela.
Son 5.476 kilómetros de recorrido, pero también de soledad. ¿En que piensan los ciclistas durante las horas que pasan en la bicicleta? El innombrado protagonista de Conventry va siguiendo a sus compañeros, va temiendo a los que llegan por detrás, ayuda a sacar una piedra que ha herido a uno de los líderes, busca miradas de mujeres y piensa y recuerda. Porque es una novela donde se pedalea y se corre, se mide la velocidad de cada uno, pero discurre lentamente por los recuerdos del protagonista. Las huellas que la guerra dejó en su familia, en su hermano, un piloto, un hombre de verdad y no un ciclista, no un gregario, que sólo trabaja para los demás; o la memoria de su hermana, extrañamente muerta, que lo acompaña a veces durante toda la etapa. «Como si en algún momento pudiera bajar para caminar junto a mí», dice.
Cicatrices y drogas
El Tour va avanzando por Francia, recorriendo sus localidades. Es un país entregado a su competición y a sus héroes ciclistas, hombres que terminan las etapas derrotados, pero animosos, dispuestos a buscar un bar donde encontrarse y reconocerse, mientras bromean con las camareras, beben vino como si al día siguiente no hubiera que correr o buscan ungüentos para curar las cicatrices físicas y drogas duras para superar los kilómetros que quedan. Eran tiempos de ciclismo salvaje, donde las normas no existían y en los que cada uno llegaba hasta donde le daban las fuerzas y el dopaje, como todo lo demás, era algo improvisado. Los estimulantes se administraban, también de manera artesanal. «A lo largo de los últimos tres días he estado pedaleando sin pastillas blancas ni cocaína, sin el auxilio de la efedrina, y mi cuerpo empieza a languidecer bajo su peso, bajo el peso de sus padecimientos», dice el protagonista en una ocasión.
En las interminables horas de carrera, al ciclista le da tiempo de plantearse qué podía haber hecho con tanto tiempo invertido sobre la bicicleta. Cuántos viajes, cuántos días para ver las ciudades que ha visitado sin conocerlas. Turismo extraño el del ciclismo, en el que los pueblos se parecen unos a otros, porque a veces no son más que vallas de meta y recepciones de hotel que se repiten día tras día como si la vida no avanzara. «No hay pausa para pensar, ni posibilidad de contemplar las vistas ni lugar para esas ideas reveladoras y sublimes que las montañas suelen provocar en la gente», dice al ascender la cumbre del Galibier. Así era el ciclismo y así será el ciclismo de siempre. Los ciclistas son una especie de guías turísticos ciegos que enseñan a los espectadores todo lo que pueden ver sin verlo ellos.
Una batalla individual
Dentro de la carrera hay tiempo para todo. El protagonista de Coventry no deja de mirar ni de buscar a una mujer, una «groupie» del Tour. Es vertiginosamente lento, poéticamente narrado, porque no hay otra moda de contar las heroicidades. La carrera es el punto de partida, el lugar donde se mezclan el pasado y el futuro del ciclista. Algo que no ha cambiado desde entonces. Ha pasado casi un siglo, pero este deporte sigue siendo la batalla de un hombre y una bicicleta contra el espacio y el tiempo. Aunque ahora estén rodeados de gente y el director los atormente con instrucciones a través del pinganillo siguen estando solos. Nadie puede ayudarlos a dar pedales y nadie les puede hacer una transfusión de fuerza o de ánimo cuando se sienten derrotados. Son sus huesos los que se rompen al caer, es su piel la que se queda en la carretera –en un momento el narrador llega a enumerar quince lesiones diferentes, entre dientes rotos, abrasiones y problemas estomacales–. Es su alma la que se quiebra en la derrota, pero hay algo que les sigue impulsando a pedalear, algo que les empuja a buscar la gloria. Aunque la gloria, muchas veces se alcance solo con llegar y seguir vivo.