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Cuentós góticos de Angela Carter

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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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Primeras páginas de «La cámara sangrienta», de Angela Carter. Una colección de diez relatos basados en cuentos de hadas, en especial de Charles Perrault, pero también de Jeanne Marie Leprince de Beaumont, del folclore europeo y de la radionovela, con claras influencias de la narrativa del Marqués de Sade. Angela Carter afirmó que se sentía impelida a escribir « cuentos góticos, crueles, narrativas fabulosas que tratan directamente del imaginario del inconsciente».

La cámara sangrienta

Primer capítulo
Recuerdo que, aquella noche, yací despierta en el coche cama en un estado de tierna y deliciosa agitación, con las mejillas ardiendo contra el impecable lino de la almohada y el corazón imitando en sus latidos los grandes pistones que empujaban incesantemente el tren que me arrastraba lejos de París, lejos de la infancia, lejos de la blanca y recluida quietud del piso de mi madre, hacia el país imprevisible del matrimonio.
Y recuerdo haber pensado que, en aquel mismo momento, mi madre se estaría moviendo lentamente por la angosta habitación que yo había dejado atrás para siempre y que estaría doblando y guardando mis viejas reliquias, las prendas caídas que yo no volvería a necesitar, las partituras que no tuvieron espacio en mis baúles y los programas de conciertos que había abandonado; se entretendría en esta cinta rota y aquella fotografía desvaída con todas las emociones mitad felices y mitad tristes de una mujer en el día de la boda de su hija. Y, en mitad de mi triunfo nupcial, sentí la punzada de la pérdida como si, en el instante en que él me pusiera el anillo en el dedo y me convirtiera en esposa, yo fuera a dejar de ser, en cierto sentido, hija.
—¿Estás segura? —dijo mi madre cuando me llevaron la caja gigantesca que contenía el vestido de novia que él me había comprado, envuelto en papel de seda y cinta roja como un regalo navideño de fruta confitada—. ¿Estás segura de que lo amas? También había un vestido para ella, de satén negro, con el lustre apagado y refractivo del aceite en el agua, más fino que nada de lo que había llevado desde su infancia llena de aventuras en Indochina, como hija del rico hacendado de una plantación de té. Mi madre indomable, de facciones de águila. ¿Qué otra estudiante del conservatorio se podía jactar de que su madre se había enfrentado a un barco de piratas chinos, había ejercido de enfermera en un pueblo con un brote de peste y disparado a un tigre devorador de hombres antes de llegar siquiera a mi edad?
—¿Estás segura de que lo amas?
—Estoy segura de que quiero casarme con él —contesté.
Y no dije más. Ella suspiró, como si la renuencia fuera la clave con la que por fin podría expulsar al fantasma de la pobreza de su sitio habitual en nuestra exigua mesa. No en vano, mi madre se había arruinado desafiante, escandalosa y gustosamente por amor. Y un buen día, su galante caballero no volvió de las guerras; dejó a su esposa y a su hija un legado de lágrimas que nunca se llegaron a secar del todo, una caja de puros llena de medallas y un viejo revólver de servicio que mi madre, convertida en una mujer magníficamente excéntrica por las penurias, llevaba siempre en el bolso, por si —cuánto le tomaba yo el pelo— la asaltaban mientras volvía de la tienda de ultramarinos.
De vez en cuando, una explosión de luz salpicaba las cortinillas echadas del vagón, como si la compañía de ferrocarriles hubiera iluminado todas las estaciones por donde pasábamos en honor a la novia. Mi camisón de satén acababa de ser liberado de su envoltura; se había posado sobre mis hombros y mis pechos jóvenes y puntiagudos, leve como una prenda de agua pesada, y ahora me acariciaba con picardía, flagrante, insinuante, abriéndose paso entre mis muslos mientras yo me movía sin sosiego en la estrecha litera. El beso de mi esposo, su beso con lengua y dientes y el roce de una barba, me había insinuado la noche de bodas con el mismo tacto exquisito del camisón que me había regalado; una noche de bodas que se aplazaría voluptuosamente hasta que yaciéramos en su antigua y fabulosa cama, en un dominio situado en una cumbre y rodeado por el mar que todavía escapaba a mi imaginación... aquel lugar mágico, el castillo de hadas con muros de espuma, la morada legendaria donde él había nacido. El lugar donde, algún día, yo le daría un heredero. Nuestro destino, mi destino.
Tras el clamor sincopado del tren, yo podía oír su respiración tranquila y regular. La puerta que comunicaba los compartimentos era lo único que me separaba de mi marido, y estaba abierta. Si me incorporaba un poco, mis ojos podían ver la oscura y leonina forma de su cabeza y mi nariz captar una ráfaga del opulento olor masculino a cuero y especias que siempre lo acompañaba y que, a veces, durante el noviazgo, había sido la única pista de su paso por el salón de mi madre; porque, a pesar de ser un hombre grande, caminaba con tanta suavidad como si sus zapatos tuvieran la suela de terciopelo, como si sus pisadas convirtieran la alfombra en nieve.
Le encantaba sorprenderme en mi soledad abstraída frente al piano. Les pedía que no anunciaran su presencia y, a continuación, abría silenciosamente la puerta, se acercaba sigilosamente por detrás con un ramo de flores de invernadero o una caja de marron glacé que dejaba sobre las teclas y me tapaba los ojos con las manos mientras yo seguía perdida en un preludio de Debussy. Pero ese aroma a cuero especiado lo traicionaba
siempre. Tras mi desconcierto inicial, me veía obligada a fingirme sorprendida para no decepcionarlo.
Era mayor que yo; mucho mayor que yo. Tenía pinceladas de plata en la oscura melena. Pero su extraño, tosco y casi céreo rostro no mostraba las arrugas de la experiencia. Más bien, parecía que la experiencia lo hubiera suavizado; como una piedra en una playa, erosionadas sus fisuras por las sucesivas mareas. Y en ocasiones ese rostro, en calma cuando él me oía tocar alguna pieza, con los pesados párpados echados sobre unos ojos que siempre me habían perturbado por su falta de luz, aquel rostro me parecía una máscara; yo tenía la sensación de que su rostro real, el rostro que verdaderamente reflejaba la vida que había llevado en el mundo antes de que nos conociéramos, antes incluso de que yo naciera, estaba oculto bajo esa máscara. O si no, en otra parte. Como si hubiera dejado a un lado el rostro con el que había vivido durante tanto tiempo para ofrecer a mi juventud
un rostro sin la marca de los años...