Crítica de libros
De Íñigo a San Ignacio
García Hernán, investigador científico del Instituto de Historia del CSIC y autoridad y divulgador, de entre otras personalidades, del jesuita y santo Francisco de Borja, acaba de publicar una nueva biografía de Ignacio de Loyola. Dicha biografía es un eslabón más del Proyecto de Biografías de españoles eminentes que, bajo la batuta de Javier Gomá como director de la Fundación Juan March, viene publicando Taurus. El esfuerzo de contextualización y síntesis del autor no ha sido baldío. Ciertamente, Ignacio de Loyola (1491-1556) aparece como un español eminente. Eminente, ésta es una de las tesis del autor, no sólo por ser el fundador de la Compañía de Jesús, sino por irse constituyendo, a base de creer en Dios y en sí mismo, en un resuelto mediador entre posiciones extremas y muchas veces enfrentadas. Ésta es una de las conclusiones que con más ahínco y pasión defiende el autor en su Epílogo (445-451).
Sueños e ideales
Sin embargo la lectura continuada del texto no refrenda esta conclusión. El Ignacio de Loyola, Íñigo hasta su llegada a Roma en 1537, que da título a esta biografía sobresale por su determinación e inteligencia práctica, su religiosidad alumbrada y ayuda de las ánimas, sus fuertes convicciones personales, sueños e ideales, su liderazgo apostólico y elevada autoridad moral sobre todo tipo de personas y, finalmente, su intuición en la creación y configuración de un cuerpo apostólico animador y cuidador, por una parte, de las necesidades espirituales de su tiempo y, por otra, adaptado a las realidades concretas por las que estaba atravesando la Iglesia romana de su tiempo. Evidentemente, una persona sin esta vocación mediadora no hubiese sido capaz de culminar sus objetivos: fundar una Orden religiosa nueva. Los nuevos tiempos y las nuevas corrientes espirituales en medio de una Iglesia en trance de nueva configuración, así lo demandaban.
Llama la atención la pertinaz insistencia del autor en el alumbrismo de Ignacio de Loyola. El lector queda con frecuencia confundido y saca, no pocas veces, la impresión de que la fisonomía espiritual del fundador de los jesuítas fue la de un alumbrado devoto y ferveroso, sagaz y acomodaticio, capaz de enfrentarse a la Inquisición, vencerla y hasta ponerla a su servicio. En este sentido, esta es nuestra opinión, no queda del todo demostrada la relación tan estrecha que Íñigo de Loyola tuvo en momentos culminantes de su vida, en concreto en Manresa y Barcelona, con la beata y madre de alumbradas, María de Santo Domingo. Tampoco quedan del todo aclaradas, siguiendo las tendencias del alumbrismo español, las relaciones de autoridad del entonces Íñigo de Loyola con sus primeros compañeros de Barcelona y Alcalá. Nos parece exagerada la imagen que García Hernán nos transmite, prácticamente desde un principio, de un Ignacio de Loyola gobernado por un único deseo: la creación de cuerpos e instituciones influyentes en todo momento. La seguridad personal del Loyola en la persecución de objetivos de esta naturaleza supone, contrasta, el autor no oculta sus recurrentes crisis, con la delicadeza de fondo y con la afectividad del que se sabe y vive pobre, especialmente en los últimos años de su vida. Época en la que Ignacio se siente preterido por sus compañeros y más próximos colaboradores y que al autor le «dan pena» (448). Hechas éstas y otras salvedades, nos encontramos frente a un texto valiente y hasta cierto punto innovador. Aun cuando esta biografía no haya sido escrita con el propósito de enmendar y recomponer la figura que del fundador de los jesuítas fue construyendo la historiografía jesuítica, percibimos un denodado esfuerzo por parte del autor a la hora de presentar a su biografiado con un cierto olvido de sus primeros compañeros y colaboradores. Personalidades de relieve como Laínez, Polanco y Nadal no del todo bien estudiadas.