Definitivamente Ridruejo
Manuel Penella ha escrito la biografía más completa –y necesaria también– de quien fuera una de las mentes más lúcidas y apasionantes del pensamiento español, capaz de evolucionar del falangismo a la socialdemocracia.
Contradictorio, coherente, poliédrico, encarnación de las dos Españas pero, sobre todo, intercedor en tanto que precursor, de la Transición. En estos días en los que está casi abolida la atención a la honradez y el valor personal, la fascinante figura de Ridruejo se concentra en la frase de Bertolt Brecht cuando resumiera a los imprescindibles: «Aquellos que luchan toda la vida». Escritas anteriores biografías, se postula ésta como la definitiva, pues cierra el círculo –con textos apócrifos y conversaciones labradas a fuerza de amistad– de una vida plagada de serena obra con reminiscencias garcilasianas y unas industrias vitales y políticas sin precedentes en nuestra historia. Acaso el mayor logro de este libro consista en la luz que arroja sobre su periodo de exilio interior, sus relaciones con los intelectuales catalanes y su resurgir italiano.
Como es de obligado cumplimiento en el género, arranca presentándonos al hijo de la pequeña y provinciana burguesía de El Burgo de Osma (Soria), para guiarnos por su juventud, su entrada en la Barcelona del 39 de la mano del general Yagüe, su pertenencia a la Junta Política del Consejo Nacional de Falange, su proceso como director general de Propaganda con los sublevados africanistas durante la contienda y su posterior destierro, exilio, cárcel y lucha por la democracia... Lector de los primeros fascistas españoles subyugados por Malaparte y Mussolini, fue falangista, azuldivisionario, brillante orador, miembro de la Generación del 36 y, después, de la «escuadra de poetas» integrada por Foxá, Miquelarena, Sánchez Mazas, Alfaro... Aún tuvo tiempo de pertenecer a la raza de los precursores de la primera Transición –participó en el llamado «contubernio de Múnich», 1962– y fundó la Unión Social Demócrata Española (USDE) en 1972. De las catacumbas del antiguo Régimen a la democracia social de libre mercado. Pocas vidas como la suya merecen ser contadas.
Se acerca Penella a la figura de este humanista, de este hombre completo en el sentido renacentista. Porque bien sabe quien fuera su secretario personal que lo hacía todo –poetizar, pintar, enfrentarse al sistema–, pero siempre alejado de la afectación. Y, como bien se lee en este trabajo, supo sobreponerse en el sentido rilkeano del término a la quiebra de su idealismo juvenil. No se hundió, no se convirtió en un descreído ni en un conformista. No abrazó la cínica pedantería, ni purgó errores. Reconvirtió en positivos y demócratas sus viejos ideales.
Dolor de España
Dejó de ser falangista –que lo fue desde los tiempos en que conociera a José Antonio en las tertulias segovianas y le conmoviera «como no me había impresionado ningún hombre»– cuando abandonó al lodo del tiempo las encendidas arengas bélicas, cuando empezó a dolerle nuestro país («España se nos ha hecho más agria y triste que nunca»), cuando se alistó hacia el frente oriental con la División Azul, cuando osó escribirle aquella tremenda carta a Franco en el 42, cuando se exilió de una u otra forma a Ronda, Barcelona, Roma, los campus norteamericanos...
Fue corresponsal de «Arriba» en la Ciudad Eterna y allí viró hacia el liberalismo. Se vio zarandeado por toda clase de elementos de juicio irrefutables sobre el fascismo y el nacionalsocialismo, quedando suprimida de raíz la esperanza de que el falangismo pudiera ser algo diferente. Allí, bajo la influencia de Croce, el «papa del liberalismo», se produjo el viraje definitivo. Dio comienzo su transformación en un demócrata, estimulado por las novedades del modelo norteamericano. Ingenuo para unos, (injustamente) chaquetero para otros, ha quedado marginado de la Historia por su evolución, como si el ser humano no tuviese derecho al cambio. Nunca es tarde para recordar a uno de los más vilipendiados, desconocidos y geniales iconos de la reconciliación nacional.