Diez millones de cadáveres
Cuatro jóvenes son reclutados para ir al frente. Los cuatro sufren destinos diferentes, trágicos cada uno a su modo. Es el año 1914, cuando, como dijo Josep Maria de Sagarra, acabó el siglo XIX; cuando, como dijo Stefan Zweig, terminó el «mundo de la seguridad». Esos cuatro jóvenes, Anthime, Padioleau, Bossis y Arcenel, habitantes de Vandea, al oeste de Francia, verán cómo sus vidas se rompen en esta novela corta en la que Jean Echenoz ha intentado un ejercicio de concisión preciosista, ligero y eficiente, aunque bastante frío por el hecho de dedicarle a toda una Primera Guerra Mundial y a cinco personajes (los cuatro muchachos más una mujer embarazada) solamente 90 páginas.
La elección de ese pueblo del departamento de Países del Loira no es gratuita. Los libros de historia nos dicen que diversos batallones de vandeanos tuvieron un papel capital en las trincheras, sobre todo en la larga y sangrienta batalla de Verdún, en 1916. Al comienzo, la guerra no parece de cuidado, pues ¿quién iba a pensar que desde el 24 de julio hasta el 1 de agosto, como detalla Chesterton en uno de sus corrosivos artículos, cuando Inglaterra, Alemania y Francia se desdicen de lo dicho sobre anexionar países y entrar en guerra, el conflicto se iba a prolongar cuatro años? De hecho, el capitán de la Vendée que se hace cargo de los lugareños convertidos en soldados dice al inicio que los hombres mueren en la guerra «por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo». Con tal de lavarse, peinarse y afeitarse basta con salvar el pellejo, prosigue. Una afirmación de un absurdo digna de la novela más dura y desternillante al mismo tiempo sobre la Gran Guerra, «Las aventuras del buen soldado Svejk» (1920-1923), de J. Hasek.
Literatura alistada
Y es que, como en el caso del escritor checo, la literatura está llena de grandes obras escritas por artistas que vivieron en sus carnes la guerra –alistándose incluso voluntariamente– y que sería imposible enumerar aquí: «Sin novedad en el frente», de Erich Maria Remarque, «Adiós a las armas», de Hemingway, o «Adiós a todo eso», de Robert Graves, las tres publicadas en 1929, son sólo tres ejemplos de prosa bélica de primer orden, a las que se añadirían mil más: entre ellas, «Viaje al fin de la noche», de Céline, y «Estallidos y bombardeos», de Wyndham Lewis, ya en los años treinta.
Todos estos autores serían testigos de un acontecimiento cuyos números resultan escalofriantes: diez millones de soldados y civiles muertos; una media de edad de los caídos de diecinueve años y medio, precisamente las edades de los cuatro chicos que desaparecen o sobreviven en la historia de Echenoz. Uno de ellos querrá desertar, mientras que otro recibirá una herida que le librará de seguir combatiendo; todo lo cual hace que, en algunos momentos, la obra recuerde a «Largo domingo de noviazgo» (1991), de Sébastien Japrisot, por el mundillo de las trincheras, aunque esta novela es muy superior a la meritoria pero nada memorable «14», cuya brevedad ha sido tomada por la crítica francesa como sinónimo de maestría.
Echenoz sigue los pasos de los soldados novatos, asombrados, pero sin toque alguno de dramatismo, lo cual dificulta entrar empáticamente en el relato. El escritor francés describe situaciones violentas con gran sobriedad y sin recrearse en exceso en las consecuencias de impactos como estos: «Todo fue un continuo y polifónico tronar, bajo el intenso frío ya anunciado. Retumbar de los cañones en bajo continuo, lluvia de proyectiles barométricos y de contacto con todos los calibres, balas que silban, restallan, suspiran o gimen según la trayectoria, ametralladoras, granadas y lanzallamas, la amenaza viene de todas partes»: es decir, sigue diciendo, de los aviones, de los obuses, de la artillería enemiga, de los túneles que el enemigo cava junto a las trincheras para colocar minas. Una orgía de ruido y sangre y dolor que fascinaría al Ernst Jünger que, en su recientemente descubierto «Diario de guerra», confesó su indiferencia ante la posibilidad de morir y ver morir. «En realidad, la guerra me parecía más horrible de lo que en realidad es», aseguraba, cuando tiene claro que «al que ha de tocarle, le toca». Todo lo contrario del testimonio más sincero y coherente que uno puede encontrar en las letras en torno a aquella masacre: «El miedo», de Gabriel Chevallier: una reflexión sobre la falacia de considerar la guerra bajo el prisma de la lealtad a un país o un acto de valentía.