El escritor que viajó al Polo Norte
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Con apenas veinte años, y cuando todavía estudiaba Medicina en la Universidad de Edimburgo, Arthur Conan Doyle, el célebre autor de Sherlock Holmes, se embarcó en un ballenero rumbo al Ártico.
Ni siquiera la grandeza e influencia infinita de uno de sus personajes más emblemáticos, Sherlock Holmes, ha logrado ensombrecer el resto de la obra de Arthur Conan Doyle. Su famoso detective nació en 1887, en la novela «Estudio en escarlata» (protagonizará tres novelas más y cincuenta y seis cuentos), pero el escocés escribió otras muchas obras inolvidables; por poner un ejemplo entre muchos, «El mundo perdido» (1912), protagonizada por su otro héroe carismático, el profesor Challenger. E incluso es posible descubrir, aún hoy, textos inéditos o traducidos hace más de un siglo y ya descatalogados de gran interés, como los que va publicando en los últimos meses la editorial Renacimiento: como las novelas «El secreto de Raffles Haw» y «En las afueras de Londres», la crónica de «La guerra en Sudáfrica» o la narración «El país de la bruma», la última de la serie dedicada a Challenger y que refleja el interés del autor por el espiritismo.
La caza de focas
Así, los incondicionales de Doyle están de enhorabuena al recuperarse este tipo de historias o libros de memorias bastantes olvidadas y que son verdaderas joyas; es el caso de la reciente autobiografía en la editorial Valdemar que el propio autor no duda en calificar de aventurera, pues, como dice, está plagada de experiencias que aquí además cuenta con sencilla amenidad. Una de ellas es la de los siete meses de su juventud pasados en un ballenero en el Ártico como médico antes de sus inicios profesionales en Southea –según él, ser doctor era algo también lleno de «peligros y celadas»–, los primeros éxitos literarios en los periódicos y su dedicación íntegra a la literatura a la vez que practicaba deportes como el boxeo, el críquet, el automovilismo o el esquí. Una vida que le depararía otro empleo en un barco comercial por la costa de África occidental y la participación en tres guerras: la de Sudán, la de Suráfrica y la guerra con Alemania.
Y ahora precisamente tenemos al alcance un libro excepcional sobre una de estas experiencias, «Viaje al Ártico» (traducción de José Jesús Fornieles Alférez), que va acompañado de cuatro relatos del autor relacionados con ello: «La atracción del Ártico», «La vida de un ballenero en Groenlandia», «La aventura de Peter el negro» y «El capitán del Pole Star». Los especialistas en la obra del escritor escocés John Lellenberg y Daniel Sta-shower se encargan de una edición que cuenta con dibujos del propio Doyle y que hacen del conjunto una experiencia visual y lectora de primer orden. Según se lee en la introducción, Doyle «nunca volvió a trabajar tan duro y en unas circunstancias tan extremas, aunque pudo encontrar, al mismo tiempo, momentos para conversar sobre filosofía o religión con sus compañeros de viaje. Estuvo a punto de morir en más de una ocasión; en definitiva, resultó ser «la primera aventura realmente sorprendente de mi vida», tal como dejó escrito en sus memorias. Y en efecto, al seguir su diario de viaje, Doyle, que tenía veinte años y cursaba tercero de Medicina en la Universidad de Edimburgo cuando un amigo le propuso sustituirle para ir al Polo Norte, uno se contagia del peligro continuo a bordo de un barco que regresaría a casa con ballenas, focas, osos polares, narvales y pingüinos. «Para la tripulación fue un viaje calificado como “poco provechoso”, pero para Conan Doyle fue un éxito», concluyen los editores.
Doyle anota las inclemencias climáticas, las conversaciones con el capitán, que de por siempre le resultarán inolvidables por su personalidad y los temas que trataron –«Yo hablo de literatura con el capitán; piensa que Dickens es un enano al lado de Thackeray»–, sus momentos de ocio haciendo ejercicio y curando a sus compañeros –«Me he dañado la mano boxeando con Stewart. Le saqué un diente al viejo Keith y curé al joven Keith de un cólico»–, el trabajo de otros balleneros cercanos o cómo se cae una y otra vez al agua gélida (de hecho, «si un desgraciado se resbala entre dos bloques, lo que es fácil, corre la suerte de ser cortado en dos»). Pero lo más impactante, por supuesto, aparte de la trágica muerte de un compañero por un problema intestinal que no puede evitar, es imaginarlo matando focas: «Es un trabajo sangriento, aplastar las pobres cabecitas mientras te miran con los ojos grandes y negros». Un comentario piadoso que enseguida es seguido de otros llenos de orgullo por dar en el blanco de varios elefantes marinos.
Incluso le cuenta por carta a su madre el proceso: «... a los pequeños se les aplasta el cerebro con mazos. Allí mismo se les quita la piel junto a la grasa y se las arrastra hasta el barco» y se describe en estos términos: «El capitán dice que tengo el aspecto más salvaje que ha visto en su vida. Mi pelo no tiene fin, la cara está sucia y sudorosa, y mis manos están llenas de sangre». Es el resultado de concebir la caza casi como una obsesión; de ahí que Doyle anote con frecuencia el número de ejemplares conseguidos. Y eso que hasta bien entrado el diario, asegura: «¿Por qué las focas son los animales más sagrados? Porque se menciona en el Apocalipsis que el último día un ángel acogerá a seis de ellas en las puertas del cielo». Pero la tripulación volvería, aun leyendo la Biblia en la travesía, con unas mil trescientas.