El poeta de culto en la sombra
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Setenta poemas es toda su obra, y ni siquiera tomaron forma de libro publicado en vida, pero con ellos Domingo Rivero (Arucas, Gran Canaria, 1852-Las Palmas de Gran Canaria, 1929) alcanzó la maestría literaria, sobre todo con uno de los sonetos más perfectos de la literatura moderna española, «Yo a mi cuerpo». Con este título precisamente se publicó en 2006 su «mínimo e inmenso puñado de versos memorables, como dijo en su día José Luis García Martín, en la editorial Acantilado, con la presentación de uno de sus admiradores, Francisco Brines, que dejó dicho: «Estamos ante un poeta de tanta honestidad como modestia, y todo sabe en él a veraz. Se despierta en el lector entonces un natural y cálido acercamiento. Y eso es lo que todo poeta auténtico desearía que le pudiera suceder».
La autenticidad sincera de Rivero se perfila diáfana gracias a este pequeño estudio de Antonio Puente, «De una poética de la escisión. Domingo Rivero, en la “oficina del mar”», en el que el poeta y ensayista canario estudia la relevancia de la poesía de este hombre de tan singular andadura literaria, pues hasta los cuarenta y siete años no empezó a escribir versos, y éstos aparecieron en revistas sin ni siquiera su consentimiento expreso. Por eso Puente lo llama un Rimbaud al revés y lo califica de «poeta enigmático; poeta sin biografía; poeta de la escisión; poeta de la sombra; poeta de la humildad». Nacido en el seno de una familia burguesa, estudiante en Londres de 1870 a 1873, y el resto de la década en Sevilla y Madrid, Rivero llegó a conocer a Unamuno, que visitó las islas en 1910 y alabó el citado soneto. Más adelante, autores insignes de diversas generaciones, desde Dámaso Alonso hasta Eugenio Padorno, que compiló su obra en los años noventa, mantuvieron a Rivero como un poeta de culto del que apenas se asoma un pedazo de autobiografía en estos versos: «Mi oficina da al mar. Desde la silla/donde hace treinta años que trabajo/las olas siento en la cercana orilla/de las ventanas resonar debajo».