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El químico que resistió al nazismo

«Partisanos» recupera el aguante italiano en la Segunda Guerra Mundial y destapa «secretos desagradables» a través de Primo Levi

El químico que resistió al nazismo
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La química le salvó la vida. Primo Levi, un italiano judío de 25 años, era el número de registro 174.517 en el campo de Auschwitz IV, el Lager de Monowitz. En aquel invierno polaco de 1944 Primo sobrevivía tan sólo por su paradójica buena fortuna. No lo sabía, pero había aprobado el examen de conocimientos al que le habían sometido los alemanes. No en vano se había doctorado en Química unos años antes. A mediados de noviembre de 1944, los nazis comunicaron a Levi que trabajaría en el departamento de polimerización del laboratorio de IG. Farben. Su comida y el uniforme a rayas no cambiaron, pero al menos trabajaba resguardado del frío, podía robar objetos para intercambiar en el mercado negro del Lager, y completaba su dieta con productos químicos. Para entonces los aviones aliados sacudían a diario Monowitz. Alemania se derrumbaba. Los nazis ya sólo pensaban en sobrevivir al hundimiento.

El 1 de enero de 1945 comenzó a desmantelarse Auschwitz IV para ocultarlo al mundo. De nuevo la suerte salvó la vida a Primo Levi: la escarlatina le descartó para el viaje de los «más aptos», la mayoría de los cuales sucumbió en una de aquellas «marchas de la muerte». El 18 de enero se inició la evacuación. Al día siguiente, las pocas tropas de las SS que quedaban huyeron despavoridas ante el avance soviético. Los cautivos organizaron su vida hasta que el 27 de enero vieron a unos jinetes con estrellas rojas en sus gorras que gritaban: «¡Germania kaputt! ¡Ruski! ¡Ruski!».

«Tour» europeo

El Ejército Rojo se llevó a los prisioneros en su periplo europeo. Levi deambuló por Bielorrusia, Ucrania, Rumanía, Hungría y Austria. Llegó a Turín el 19 de octubre de 1946 delgado, con barba y pelo largo, mal vestido, y decidió no presentarse inmediatamente en su casa. Averiguó antes quién había sobrevivido. La portera tardó en reconocerlo y en llamar a gritos por la escalera a la madre de Primo: «¡Madama Levi! ¡Madama Levi!». Había nacido en Turín el último día de julio de 1919, en el seno de una familia de origen sefardí asentada en el Piamonte en el siglo XVI. Las leyes antisemitas de 1938 no le habían resultado un obstáculo para doctorarse en Química tres años después. No le faltó trabajo. En diciembre de 1941 empezó en una mina de asbesto, y en junio de 1942 fue contratado por un laboratorio suizo de Milán, donde hizo dinero. Las leyes fascistas se cumplían a medias, y la oposición a Mussolini crecía día a día. La agitación comunista en la primavera de 1943 en las industrias del norte de Italia animó a Primo Levi a frecuentar círculos antifascistas.

El desembarco aliado en Sicilia en julio de aquel año derrumbó el régimen de Mussolini, que inventó la República de Saló mientras los nazis ocupaban el norte de Italia. Los alemanes forzaron a los italianos del norte a alistarse contra los del sur, rendidos ya a los aliados, iniciando así una guerra civil. Las tropas de las SS tomaron el poder. Ya no era posible quedarse al margen. Primo Levi decidió unirse a los partisanos del valle de Aosta el 1 de octubre de 1943. Era un grupo compuesto por comunistas y anarquistas, e infiltrado por fascistas. La detención no tardó en llegar, claro, y el 13 de diciembre eran apresados por los hombres de Saló. Los esbirros de Mussolini dejaron a Levi elegir entre ser procesado por partisano o por judío. Lo primero suponía la muerte inmediata, lo segundo, el confinamiento en un campo de concentración. Prefirió declarar su condición de «ciudadano italiano de raza judía». Tras el paso por un centro de transición en Fossoli, Primo Levi acabó en Auschwitz en febrero de 1944.

La experiencia en aquel Lager le mostró la esencia del mal y la capacidad infinita para destruir al ser humano. En 1947 dio a una humilde editorial «Si esto es un hombre», uno de los testimonios más terribles sobre el Holocausto, un «estudio sereno –decía– de algunos aspectos del alma humana». Pero hasta que no lo publicó Einaudi en 1958 no tuvo impacto en la sociedad italiana. El éxito del libro hizo que Primo Levi pronunciara conferencias, diera charlas en colegios y siguiera escribiendo. Era preciso contar lo que había pasado. En «La tregua» (1963) relataba el viaje junto al Ejército Rojo hasta que regresó a Italia. Pero todo era poco. Incluso en «Los hundidos y los salvados» (1986), que cierra la trilogía de Auschwitz, Levi insistía en que su testimonio no era completo: el verdadero era el de los que conocieron el fondo, aquellos que habían muerto.

La experiencia de Auschwitz le acompañó siempre. Recordaba en blanco y negro, decía, salvo el tiempo en el Lager, que era en «technicolor». Levi sintió el fatalismo al final de su vida: «Todo lo que he escrito no sirve de nada». Quizá el dolor y la tristeza le animaron a dejarse caer, el 11 de abril de 1987, por el hueco de la escalera de aquella casa de Turín donde nació.

La moral y la culpa rondaban constantemente su cabeza. «Os recomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestros corazones», escribió. Levi no perdonó jamás. Siempre creyó en la culpabilidad del alemán común, aquel que por miedo o interés prefirió cerrar los ojos, pergeñarse una excusa, y sacar provecho. La guerra había asesinado a la moral, no sólo en Alemania. «Todos somos el Caín de algún Abel», escribió en su novela «Si ahora no, ¿cuándo?» (1982). ¿A qué se refería? Levi ahondó en el género autobiográfico salvo para relatar que fue partisano en el valle de Aosta. En esos tres meses tuvo lugar un «secreto desagradable»: la banda de Levi decidió la ejecución de dos compañeros acusados de robo. Fueron ametrallados por la espalda y enterrados en el mismo lugar. Esas muertes hundieron a aquel grupo basado en la lucha del bien contra el mal. Ya no había diferencia. «Ahora estábamos acabados, y lo sabíamos», escribió en «El sistema periódico» (1975). Por eso Levi escribió con desdén sobre la Resistencia.

Buenos no tan buenos

¿Cómo era posible que Primo Levi, una de las grandes figuras italianas del XX, desacralizara a la Resistencia, el mito fundador de la República y compendio durante décadas de todas las virtudes? Sergio Luzzatto, profesor en la Universidad de Turín, ha investigado esa contradicción en «Partisanos. Una historia de la Resistencia», un libro apasionante de microhistoria sobre la realidad de los partisanos y los fascistas de Saló durante el tiempo que Levi estuvo combatiendo en el valle de Aosta. La conclusión es que no eran precisamente unos santos. Luzzato, con emocionante pulso narrativo, ha contribuido así a romper uno de los mitos de la Italia republicana: la santidad heroica de todos los partisanos. El libro contribuyó al debate en Italia sobre la «retórica de la Resistencia» y la «verdad histórica», iniciado con motivo de la obra de Giampaolo Pansa titulada «La sangre de los vencidos» (2003), que demostraba la ejecución de numerosos civiles inocentes por los partisanos comunistas no en acto de guerra, sino después de la Liberación.

Debates parecidos sobre los mitos y las invenciones han tenido lugar en Francia acerca de la Résistance, y en España sobre la violencia de la izquierda durante la II República y la Guerra Civil. No existen los santos laicos, ya lo escribió Primo Levi: «Yo no, no creo en eso. Si he pecado, llevo el peso de mis pecados, solo los míos, y ya tengo bastante. No llevo los pecados de nadie más».