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El sólido edificio constitucional

larazon

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El antropólogo marxista Marvin Harris escribió en «Vacas, cerdos, guerras y brujas» (1975) que en la prehistoria existían cabecillas, jefes, y «abusones». La clave era el miedo que provocaba el uso arbitrario de la fuerza. La civilización consistió en ir reglando la actividad de ese abusón que detentaba el poder. John Locke, en su «Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil» (1649), dio cuerpo teórico en el siglo XVII a la preocupación sobre cómo ordenar las facultades del poder, que el gobierno fuera previsible, y el individuo ejerciera su libertad en orden. En esa senda, los ilustrados y los liberales del siglo XIX idearon la Constitución como una declaración del sujeto colectivo –pueblo o nación–, y de su propósito, de los derechos y deberes, y del entramado institucional.
En la Italia de finales del siglo XVIII comenzaron a estudiarse los principios jurídicos y políticos que suponían un texto de ese tipo, y a dicha disciplina se la llamó Derecho Constitucional. La comprensión de un ordenamiento constitucional necesitaba, y necesita, conocimientos históricos, políticos y jurídicos. En España lo vieron así Martínez Marina y Ramón de Salas, después Alcalá Galiano o Joaquín Francisco Pacheco, en una tradición que continuaron, ya en el siglo XX, Adolfo Posada o Luis Sánchez Agesta. Todos aportaron distintas visiones de la evolución constitucional española para la interpretación del desarrollo de la sociedad y el Estado, de sus fracasos y aciertos. Ya señaló Konrad Hesse que gracias al conocimiento interdisciplinar del Derecho Constitucional, y con perspectiva, se pueden identificar los problemas de las normas y las respuestas a los fallos.
En la actualidad, el edificio constitucional es puesto en cuestión por el populismo socialista y nacionalista alegando que la Constitución de 1978 no sirve porque «su generación» no la votó, confundiendo así legitimidad con legalidad. La obra de Francisco Marhuenda y Francisco José Zamora, titulada «Fundamentos de Derecho Constitucional», da argumentos contra los adanismos, mostrando que la democracia sustentada en una Constitución no es una sucesión de plebiscitos. El gran acierto del libro, de fácil lectura y consulta, es la descripción de los elementos que permiten el complicado equilibrio constitucional. La distinción entre autoritarismo y totalitarismo, la reforma de una Constitución siguiendo al filósofo y jurista alemán Karl Loewenstein, y la complejidad y naturalezas plurales del federalismo –que tan bien le habría venido conocer al PSOE de Sánchez–, quizá sean las partes más útiles para el debate político actual.
Sin embargo, la parte V del libro es la más interesante porque la crisis política pasa por el concepto de representación, y por los proyectos de reconstrucción comunitaria estatista de los populismos frente a la preservación de la libertad y los derechos individuales. Esos cambios en los partidos y grupos de presión e intereses se pueden explicar con este libro. Únicamente falta un epígrafe dedicado a los nuevos movimientos sociales –ecologista, feminista, anti-desahucios, las «mareas», los «indignados», etc– presentes en todo Occidente, que canalizan la «nueva representación», creando «partidos-movimiento» como Podemos o Cinque Stelle. Por lo demás, es una obra, ya en su segunda edición, que ayuda enormemente a entender y a argumentar el debate político presente. Y eso sin olvidar que los autores han renunciado a los derechos que origina la obra para bajar el precio y facilitar su distribución.