El tocanarices
Cesare Annunziata, como en el poema de Kipling, trata al triunfo y a la derrota como a dos impostores.... O eso procura pese a sus 80 años, su viudedad, los errores cometidos, sus problemas prostáticos y el insomnio, sumados a una mala relación con su hija y un nulo trato con su hijo, quien teme confesarle su homosexualidad. Cada mañana, cuando estrena el mundo, sale a dar las patadas que puede a la vida con el único apoyo emocional de sus escasísimos amigos: «La loca de los gatos» que se dedica a acoger mininos por encima de sus posibilidades, y un anciano neurótico y temeroso que no se mueve del sofá. Completa la terna Rossana, una enfermera madurita que redondea sus ingresos haciéndole favores carnales... a él y a medio barrio. Cínico, raro, embustero, desconfiado, arisco, impostor.
Cesare vive en la peor ciudad para ser un «sociópata» voluntario: Nápoles, donde todos necesitan relacionarse con el prójimo. Sabedor de que el mundo no es para los buenos, se levanta cada mañana con la firme intención de «tocarle las narices» a alguien. Para ello, miente, chincha, hace rabiar a cuantos puede y se inventa ser quien no es para lograr su objetivo: sentirse vivo. La existencia de este cascarrabias profesional podría haber seguido su rumbo habitual pero todo cambia cuando decide no mirar hacia otro lado; dejar de ser un cínico y actuar como un hombre comprometido. Es así como concluye involucrarse en el maltrato recibido por su nueva vecina de descansillo por parte de su siniestro marido.
No hay virtuosismo léxico ni estilístico en esta novela de iniciación protagonizada por un octogenario, pero es eficaz. Mucho. Y pese a que el autor haya querido tratar de impresionar al lector con demasiadas máximas existenciales, lo cierto es que la misantropía controlada del protagonista cala y reverbera como una auténtica lección dulce, desgarradora, amarga y terriblemente tierna.