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Esperanza, lo último que se olvida

Manuel Calderón viaja de Andalucía a la Barcelona de los 70 en la novela iniciática «Bach para pobres»
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A Esperanza, un pueblo minero del sur de España, llegó un día de 1965 Karl Bonhof, un alemán «fatídico», buscando a Miguel Jiménez de Villaviciosa, «Miguelito», para agradecerle que en Krasny Bor, en el frío ruso, le salvara la vida años atrás. Pero «la memoria es de todas las sensaciones la más falsa» y en los pueblos con fantasmas, no de los de aparecerse, sino de los que persisten entre silencios, los rumores surgen en los casinos con una «precisión cartesiana de media tarde» y años después ni siquiera los protagonistas de las historias son conscientes de haber sido el objeto vital-literario de los recuerdos de un chaval. La historia de «Miguelito», del que se decía que había matado a un hombre, y la del maestro Fernando Froilán Carvajal y la mujer que le iba a buscar a las puertas del Café África, se separan y confluyen en la voz repleta de hermosos giros e imágenes, de literatura dolorida e indagadora, del narrador de «Bach para pobres» (Ed. Unomasuno), la primera novela de Manuel Calderón (Córdoba, 1957), periodista veterano pero «letraherido» desde hace ya décadas. Un narrador que en parte es, en parte no y en parte podría ser el propio autor: «Yo soy la persona que construye las historias, obviamente lo hago con las cosas que he conocido», aclara. Y desgrana que hay tres espacios en estas páginas de narrativa viva, y el primero, Esperanza, «es mi infancia –su niñez más temprana transcurrió en Peñarroya-Pueblonuevo–, un territorio mítico que en mi próxima novela volverá a aparecer. Todo el mundo sabe que allí no hay futuro».
Fantasmas del pasado
De ese pueblo de pantanos y empresas mineras francesas en cuyo fondo reposan revólveres, la novela salta a la Barcelona de finales de los 70, en la que sonaba la bossa nova, «esa música que se toca sin ganas», Carlos Bousoño atendía a sus admiradores –un encuentro verídico– y donde se escuchaba a Lou Reed y se leía a Camus y a Roque Dalton. Finalmente, la tercera parte revisita aquellos relatos veinte años después. «La historia no se puede construir como un vestido. Todo está zurcido. Es un relato posterior de una persona. Pero cuando suceden los hechos, nadie es consciente de estar haciéndola. Es un tema que me interesaba cuando escribía: cómo construimos la memoria», cuenta Calderón. En aquella Barcelona, un estudiante de Filosofía conocerá a un poeta diletante, Carlos Foradada; a un hampón de los arrabales, Anselmo García Romaní; y vivirá un despertar a la vida, a la verdad y a la mentira. Calderón, que medio en broma define «Bach para pobres» como «un libro de iniciación escrito por un viejo... o por un hombre maduro», resume lo que ha querido abordar: «Un joven que no se quiere someter a las claves de la vida e intenta descubrir el mundo. Todos son personajes de la misma historia, que es la de la vida de cada cual. Eso es una parte de la literatura que a mí me gusta leer y me interesa: cómo la propia obra va buscando un lugar a los personajes. Son seres que no tienen vida, que sufren, incompletos». El libro los califica, de hecho, como algo irreales: «Estamos unidos al pasado y a los fantasmas. El problema es no confundirlo con la memoria. Ahora hay un debate muy nuestro sobre eso. Nada es como nos lo han contado. La clave de la novela está cuando este alemán va a Esperanza, un territorio mítico, a buscar al hombre que cree que le salvó. Y allí encuentra a un cobarde, en el sentido más humano de la palabra. La historia que flota es una mínima parte de lo que sucedió. Walter Benjamin dice que lo que entendemos por realidad es el narcótico más fuerte que ha existido en el siglo XX. Por debajo de ella estaba todo».
Esa construcción afecta también a las historias privadas, familiares. Los buenos no son exactamente los buenos. «Eso en el caso de España ha sido evidente, se ha notado», aunque, matiza, no ha querido hacer una lectura moral. Y luego está el retrato de un tiempo asociado a un lugar clave en la vida del autor, residente en Madrid desde hace años pero formado en la Ciudad Condal. «Una persona que leyó la novela me dijo que la gran protagonista es la ciudad. No era mi intención, no quería hacer esa ‘‘gran novela de Barcelona’’ sobre cuya imposibilidad se ha teorizado mucho, aunque haya casos que se salvan. Pero sí pensé: ‘‘Cómo ha cambiado’’». Esa transformación de aquella Barcelona donde los estudiantes charnegos convivían en cafés con marinos, chivatos y poetas de familias burguesas que bebían coñac, es un hecho, aunque, concede el autor, «a lo mejor soy yo el que ha cambiado». Aquella Barcelona ya no existe. El 92 domesticó al Raval, al barrio Chino, al Borne, «donde los habitantes todavía vivían por encima del símbolo». Una ciudad que era «arrabalera y portuaria. A raíz de un poeta que desaparece, yo cuento la historia de la VI Flota, y un hecho real, un suceso que me impactó y que recuerdo. He querido contar una memoria de una ciudad en la que todo estaba mucho más mezclado de lo que luego los estereotipos han construido».

Navegando por el río de la literatura

«Hay que escribir lo que a ti te gustaría leer. Ahí está la clave. La escritura es un camino, un río en el que uno se mete, y debe acertar y dejarse sorprender por el que ha elegido», explica Calderón, que ha ocupado diferentes cargos en LA RAZÓN –redactor jefe de Cultura, de Opinión en la actualidad, responsable de diferentes suplementos culturales– y firma en estas páginas desde hace años su columna «El río». «Hay un debate. Decía hace poco Rafael Chirbes en su última novela, ‘‘En la orilla’’, que le molestaba ajustarse al argumento, porque éste le constreñía. Necesitaba una cierta libertad. Tienes que tener una historia que contar, más que un argumento. Yo lo comparto».

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