Eva Díaz Pérez: «Me gusta escribir con la vista y el tacto»
En «El color de los ángeles» rescata la vida desconocida de Bartolomé Esteban Murillo, el pintor de la Inmaculada
En «El color de los ángeles» rescata la vida desconocida de Bartolomé Esteban Murillo, el pintor de la Inmaculada.
Su nueva novela, ésta es la sexta, huele a pigmentos que se transforman en rostros gracias a la luz de la Sevilla barroca que conoció Bartolomé Esteban Murillo. Hasta «El color de los ángeles» (Planeta) nadie se había atrevido a investigar en la vida del pintor para crear una ficción histórica. Eva Díaz Pérez (Sevilla, 1971) narra el lado humano del genio que cambió la estética de la Contrarreforma.
–¿Por qué Murillo?
–Porque me parece que es un pintor sobre el que existen determinados clichés todavía que lo limitan bastante. Era un personaje atrayente, atractivo, que vivió en la época de esa Sevilla fascinante del siglo XVII en plena decadencia. Se trataba de un reto para un novelista, porque no existían demasiados datos biográficos y eso permitía también cierta ficción, dentro de lo verosímil y riguroso, para plantear la complejidad de un artista total. Creo que era una oportunidad en el cuarto centenario para conocer a uno de los grandes artistas de la cultura española.
–¿Le ha sorprendido?
–Sí, porque pienso que teníamos una visión limitada a sus cuadros religiosos fundamentalmente sin darle la profundidad de campo que merece. Era un artista total, el gran pintor religioso que asumió la Contrarreforma desde un punto de vista cercano y humano para la gente de su época, pero también estamos ante un artista que crea el imaginario popular de nuestro Siglo de Oro. Mirar sus cuadros es asomarnos a nuestro siglo XVII, me ha hipnotizado Murillo.
–¿Y usted con quién va, con las Vírgenes Inmaculadas o con los niños pordioseros?
–Soy de los niños pordioseros. Me parece que es más revolucionario, interesante, creo que es más auténtico de esa época. En la pintura naturalista se intuye qué persona era cuando pinta esas escenas de costumbres, me lo imagino paseando por la calle Feria, por los mercados, pintando del natural que luego lleva a las escenas religiosas. Me gusta más, porque es la cara «B» del Murillo, que no se conoce tanto en España, porque esta pintura está en los museos del mundo.
–Después nos embobamos con una pintura de interior flamenca y pasamos de largo ante las escenas costumbristas de Murillo que al final son lo mismo. ¿Nos hemos acostumbrado a su genialidad?
–No lo sé, pero confieso que a raíz de sumergirme en su vida veo sus cuadros de una manera diferente. Estuve en Venecia viendo obras de Tintoretto y me sorprendió cómo ahí palpitaba Murillo. Es un pintor que claramente está influido por la pintura veneciana y también por la flamenca. Después de investigar sobre su vida, cuando vuelvo a sus cuadros, descubro a un pintor que pasa muy desapercibido. Es verdad que viviendo en Sevilla la sombra es tan alargada que llega hasta el hartazgo, cuando ves cuadros de los siglos XVIII y XIX que lo recrean tanto ya te cansas, pero volver a ver sus cuadros después de escribir la novela ha sido sorprendente. La capacidad para captar la luz con esa penumbra ficticia, con esa contrasombra y el color, es el gran pintor del color. He descubierto un nuevo Murillo.
–¿Cómo se sale de una novela tan sensorial?
–Tintada absolutamente de todos los pigmentos (risas). Es una novela muy sensorial, porque me gusta escribir con los sentidos, con la vista, el tacto, los sabores. Hay una indagación que narra sensaciones y emociones. Es verdad que cuando terminé la novela tenía una sensibilidad mayor para narrar los colores, es como si de pronto se me hubiera abierto una paleta de colores nueva. Frente a otras novelas como «Adriático», que es era eminentemente de olores, ésta ha sido una novela de color y de texturas.
–¿Qué le dice la fecha 1649?
–Evidentemente todas las personas que vivieron en el siglo XVII y que les coincidió la terrible epidemia de peste sabían lo que pasó ese año. Tuvo que resultar realmente traumático, porque murió más de la mitad de la población, era rara la familia en la que no falleció al menos una persona. Además hay escenas terribles de carros de muertos, de fosas tremendas, en una ciudad que vivía inmersa, prácticamente, en todos los pecados capitales y de pronto aparece la peste. Atrozmente, porque hubo otras como la de 1599 pero que no fue tan fuerte. Fue uno de los grandes momentos, para mal, de la historia de Sevilla y desde entonces no levanta cabeza.
–Entre los muertos hubo tres hijos de Murillo que él inmortaliza en sus cuadros...
–Bueno eso es una licencia literaria, pero él es el pintor de los niños y es evidente que algunos de ellos deben estar en sus cuadros anteriores a 1649. Me pareció bonito que se salvaran en cierta manera gracias a que su padre los pintó y que fuera el consuelo para su mujer, Beatriz de Cabrera, que iba todos los días a verlos en las iglesias y conventos donde estaban colgadas esas pinturas. Me entusiasma la idea del arte como consuelo e inmortalidad, me pareció algo bonito.
–¿Y quién era la Inmaculada?
–Bueno, ése es otro atrevimiento pero es evidente que Beatriz de Cabrera está en algunos de los rostros pero no sabemos en cuál. Si miras los cuadros te das cuenta de que todas no tienen el mismo rostro, por lo que planteo un tema, en cierto modo polémico, que es el de la sensualidad y el erotismo en su pintura, lo cual es bastante evidente. Yo escribo que pudiera ser una modelo de vida distraída..., por qué no. Creo que el personaje de Catalina le fascina a Murillo porque es una prostituta en la que ve la cara de la Magdalena penitente. El rostro de quien luego se arrepiente, son dos vertientes.