Ignacio Peyró: «El resultado de la anglofilia suele ser el amor rechazado»
Publica «Pompa y circunstancia», diccionario sentimental de la cultura inglesa
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Cientos de entradas en este ameno volumen sobre la cultura inglesa que firma el periodista Ignacio Peyró. Un recorrido que incluye a Shakespeare y buen puñado de escritores, artistas, políticos diplomáticos que tienen a Gran Bretaña como principio y final.
–Anglófilo. ¿Sinónimo de snob?
–No sé quién dijo aquello de que «todo lo que es inglés se atrae el favor de los snobs», sí. Pero hubo una anglofilia tremendamente seria: esa pasión europea que, del XVIII en adelante, quería importar las costumbres inglesas al continente, de la prensa a la monarquía parlamentaria, en el entendido de que eran lo más avanzado y lo mejor.
–Además de anglófilos, también ha habido siempre anglófobos...
–Anglófobos como Napoleón o el kaiser Guillermo hicieron un gran favor propagandístico a Gran Bretaña, por no hablar de la Alemania nazi.
–¿Quién fue el primer gran amante de Inglaterra?
–Voltaire fue el profeta, aunque sólo admiraba en Inglaterra sus instituciones, y deploraba que se importaran de allí las modas y costumbres: para esas cosas, decía, ya estaba Francia.
– ¿Y qué se admiraba de las islas?
– Voltaire admiraba, como leemos de Isaiah Berlin y podrían decir tantos anglófilos, un país donde la libertad, el humor y el respeto por la ley prevalecen sobre la búsqueda radical de la perfección humana.
–Una duda: ¿qué tiene que ver el Barbour con la libertad?
–Todo, y ahí está la cosa. Surge del campo, que es la razón de ser de Inglaterra: fíjese que el Parlamento está hecho para «llevar la voz de la tierra», y sus propios periodos de sesiones dependerán de los ritmos del propio campo. Estar en Londres era, en otro tiempo, un fastidio, cuando no un exilio. Por otra parte, el Barbour es sobrio, práctico y cómodo, lo que va muy bien con un espíritu inglés que no busca la distinción personal, que ama el «sport» y aprecia la utilidad. Tiene una singularidad –el olor, el encerado– muy propia, muy británica. Puede durar, como todo producto de la vieja moral inglesa, una eternidad. Y, como el Imperio, no ha conocido fronteras...
–Ha hablado usted de «la vieja moral inglesa»...
–La propia de la gran creación de lo inglés: el «gentleman». Un tipo de hombre –y de mujer– capaz de juego limpio y espíritu competitivo, de contención sentimental, de ironía y humor. Una persona capaz de beber Oportos en su club e irse a pasar las de Caín a la sabana. Un tipo culto, pero que no alardea de cultura. Alguien capaz de mandar y obedecer y respetar la libertad ajena. Este es el tipo humano que dio a Inglaterra su grandeza: con unos pocos cientos de personas, podían gobernar la India sin un solo caso de corrupción. Esa es la vieja moral por la que me preguntaba.
–¿A quién considera usted como el ejemplo más acabado de lo inglés?
–Si nos fijamos en sastrería y frivolidad, como hoy suele suceder, Anthony Eden y el duque de Windsor son gentes de elegancia indudable. Sin embargo, uno fue una calamidad política y el otro, directamente, un traidor a su país.
– ¿Y más allá de la frivolidad?
–Ahí tenemos la pujanza moral de un Churchill, claro, como «bulldog» eterno de la vieja Inglaterra. Hay una Inglaterra que no muda en las páginas de escritores como Waugh o Anthony Powell. Sin embargo, cómo no citar el optimismo de Bentham, el empirismo de Locke, la piedad de Dickens, la sabiduría de Johnson o la alegría de Shakespeare. También habría que hablar de gigantes absolutos de la política, Disraeli, Gladstone, Salisbury. Aun así, creo que quien mejor define a Inglaterra es un irlandés, Edmund Burke. Él habla de que toda sociedad es la suma de los vivos, los muertos y los que han de nacer. Ese sentido de continuidad y obligación alienta la vida inglesa, sus leyes, costumbres e instituciones desde el principio.
–Inglaterra y España, ¿una enemistad eterna?
–No se crea. En tiempos medievales hubo un intenso romance bilateral. Luego, ciertamente, Inglaterra afirma su iden-tidad política con el rechazo a lo que llaman «papismo». Entre eso y la competencia imperial, no podía haber grandes cariños. Aun así, Inglaterra fue en extremo generosa con nuestros exiliados, ante todo con el exilio liberal del XIX, cuando fue «madre de extranjeros y amparo de desvalidos».
– Al mismo tiempo, ha habido gran cantidad de viajeros británicos por España, y un no menor número de eruditos...
– Por su propio carácter, la cultura británica se ha interesado por las demás culturas del mundo. Quiero decir que han estudiado España, pero también Italia o las tribus de la Amazonía. En cuanto a viajeros, España llegó tarde como destino, sólo en el XIX, cuando fue meta para liberales y románticos. Sin embargo, a partir de la visión de esos viajeros, como ha demostrado Tom Burns Marañón, se van generando no pocos tópicos lesivos –el «mañana, mañana», la fiesta, etc– que cuajan en el «Spain is different».
–¿Celebró usted el «no» escocés a la independencia?
–Sinceramente, sí. Como creo que hubieran hecho los ilustrados escoceses...
– Tras más de mil páginas sobre cultura británica, ¿la Reina va a recibirle en Buckingham?
–Un gran anglófilo como John Lukacs ya dejó dicho que el resultado de la anglofilia suele ser un amor rechazado. Viven con mucha más lejanía que nosotros, por ejemplo, lo que se dice de ellos. Valga como afirmar que no espero nada, obviamente.
–Y una curiosidad, ¿tan detestable es la cocina inglesa?
–Quien vaya a St. John’s, por ejemplo, no pensará así. No existe la transmisión familiar que ha habido en los países mediterráneos, ciertamente. Pero Londres es una de las ciudades donde mejor se come del mundo. La cultura inglesa, tan abierta, no sólo trajo mil y una especias de la India; también ellos hicieron posible el Jerez, el Burdeos o el Oporto tal y como los conocemos. Y luego, tienen las maravillosas carnes –vacuno y también cordero– que ya ponderan desde el XVIII todos los viajeros, incluido nuestro Camba. Sólo en Inglaterra el chuletón ha sido símbolo nacional de libertad...