¿Influyó Nietszche en el Holocausto?
Publicado originalmente por las prensas universitarias de Yale en 2013, sale a la luz ahora la versión castellana del libro con el que Yvonne Sherratt disecciona de forma personal y apasionante la intersección entre el mundo académico alemán, en su tradición intelectual, y el ascenso y desarrollo del poder totalitario de Hitler en la Alemania de 1933 a 1945. La tesis de fondo del libro es la demostración del importante papel que tuvieron las élites académicas, y en concreto las cátedras de filosofía, en la política de uniformización ideológica y social de Hitler y en la aniquilación de toda disidencia, no sólo en el plano del pensamiento sino también en el desplazamiento de sus puestos de trabajo de los pensadores y profesores incómodos para el Reich. En una primera parte del libro la autora se detiene a analizar las influencias filosóficas del nazismo y la apropiación que hizo Hitler, sobre todo durante su etapa en prisión después de su intento de golpe de Estado, del idealismo y la ilustración alemana y de todo el prestigioso pensamiento de filósofos como Kant, Goethe, Hegel, Fichte, Schopenhauer, Schiller o Nietzsche. Los filósofos, recuerda Sherrat, eran celebridades y un motivo de orgullo nacional. Y su pensamiento fue hábilmente aderezado con unas gotas de nacionalismo musical wagneriano y folclorista y pasado por el tamiz del antisemitismo y el racismo de Lagarde, Langbehn, Gobineau o Chamberlain, del decadentismo de Spengler o del influyente y cruel darwinismo social alemán.
Como cita la autora, Hitler era un «cocktelero» genial que supo tomar de aquí y de allá los ingredientes de la tradición filosófica del idealismo alemán, avivar el antisemitismo latente en algunos pensadores y en parte del sentir popular, y excitar el nacionalismo en un momento social y político clave con un debate en torno a la forma de Estado y de gobierno y también a las esencias históricas y nacionales de Alemania. Como una realización ominosa del sueño de Platón, quiso personificar en sus discursos y en su acción política la conjugación del «programador» y el «político», una suerte de rey-filósofo o filósofo-Führer, que condicionará no solo el Estado sino también las mentes de los alemanes como un catalizador de las esencias nacionales y del pensamiento.
Opuestos al regimen
Impresiona ver cómo Hitler se rodeó de varios pensadores clave, como el racista y esotérico Alfred Rosenberg, ideólogo del nazismo, que también sirvió para purgar la universidad de adversarios políticos o «raciales», o los catedráticos Alfred Bäumler y Ernst Krieck, que fueron, entre otros, los que medraron gracias a la desaparición de sus rivales. Sin embargo, lo que impresiona más es cómo pudo atraer a su órbita no ya a mediocres como éstos, sino a grandes figuras como el jurista Carl Schmitt, o el gran filósofo del ser y el tiempo, Martin Heidegger. En una segunda parte se analizan los pensadores que se opusieron a Hitler y, en concreto, Walter Benjamin, Theodor W. Adorno, Hannah Arendt y Kart Huber. Finalmente, a modo de epílogo, se constata la relativa tranquilidad con la que acabaron muchos de los «filósofos de Hitler», que no fueron castigados muy severamente, contrastando con el destino de la mayoría de opositores. Una objeción a ese respecto reside en la propia exposición de temas y personajes, que más bien parece en ocasiones una yuxtaposición de datos biográficos y corrientes filosóficas que no reflejan un análisis pausado. La búsqueda de argumentos para justificar la por otro lado muy creíble tesis de fondo sobre el apoyo incondicional de gran parte de la academia alemana a los nazis en sus depuraciones y políticas inhumanas le lleva, sin embargo, a presentar en esta lista algo maniquea que distingue entre colaboradores y resistentes con ejemplos paradigmáticos en Schmitt y Heidegger entre los primeros y Benjamin, Adorno, Arendt y Huber que en los segundos. Pero hay muchos más matices y se nota alguna simplificación excesiva al respecto: unos «resistentes» no tenían otro remedio que serlo, que huir y luchar, pues eran judíos. Otro era el caso de la Rosa Blanca y Huber, que sí optaron libremente por la oposición desde convicciones personales y filosóficas.
La apasionante cuestión de fondo es, por supuesto, la responsabilidad moral de los profesores de filosofía en las universidades, y de quienes les escuchan en las aulas, frente a la realidad política y a las condiciones externas. Y también, por supuesto, en el caso excepcional de Schmitt y Heidegger, la calidad moral de los genios, como sin lugar a dudas fueron el gran jurista de la excepcionalidad y el mayor filósofo del siglo XX. Lástima que la autora, en ambos casos, se despache en una condena con la facilidad de una recopilación de actitudes pronazis sobre ambos a partir de la literatura secundaria y no entre en un análisis imparcial del pensamiento de ambos. Pero la principal crítica que se le puede hacer ha de ser también entendida –y así desde luego lo hago yo– como una virtud, y es el tono de divulgación que utiliza, a la hora de presentar a las diversas personalidades como si no los conociéramos de nada. No hace falta que nos cuente, por ejemplo, quién era Darwin (p. 86) e igualmente Kant, Hegel o Nietzsche. Pero es quizá necesario cuando se dan notas biobibliográficas de los nefastos Bäumler o Krieck, entre otros. Quizá sea la ambivalencia del libro y su público la que nos hace dudar, pues parece ora destinado al académico, ora no, por sus notas apresuradas y algo esquemáticas sobre la vida, obra y pensamiento de cada autor. En defintiva, un libro apasionante, vivaz y controvertido que se lee como una novela aunque quizá merece matizaciones y un debate ponderado sobre ciertos temas y personajes que aborda.