La antiguía turística
Mark Twain plasma con fino humor y sarcasmo su viaje por diferentes ciudades del mundo
Una permanente sensibilidad infantil y una visión crítica de la sociedad harían de Mark Twain un autor muy popular desde que debutara con el libro de cuentos «La famosa rana saltarina de condado de Calaveras», en 1867. Con los años, su celebrado sentido del humor se convertiría en sarcasmo a medida que Estados Unidos, con su idealizada ideología democrática, la ampliación de su territorio a modo de imperio expansionista, el genocidio aborigen y la esclavitud, se volviera a sus ojos un lugar decepcionante. Su mirada mordaz, en todo caso, ya estaba sembrada en su escritura cuando, radicado en San Francisco, el periódico para el que trabajaba le envió a cubrir, ese mismo año, un viaje que no podía ser más llamativo.
Durante meses se estaba hablando de una «Gran excursión de placer a Europa y Tierra Santa», lo que Twain llama «un picnic de proporciones gigantescas». Se trataba de viajar en un barco de vapor a lugares emblemáticos, partiendo de Nueva York, en el que iba a ser uno de los primeros grandes tours organizados. El resultado para Twain sería esta «Guía para viajeros inocentes» (traducción de Susana Carral Martínez), todo un festín maravilloso de humor, peripecia entretenidísima e información rigurosa al mismo tiempo.
- Mareos y suciedad
Twain no tiene piedad de los que se marean a bordo y observa a los pasajeros cómo van adoptando el lenguaje marinero a medida que atraviesan el océano durante los diez días en que tardan en llegar a las Azores. Al autor de «Tom Sawyer» le fascinará Tánger, un lugar «extranjero de los pies a la cabeza», y más adelante, atravesando quinientas millas en tren, tendrá la ocasión de ver la Exposición Universal de París. De todo ello da cuenta con su pluma ácida, de infinita curiosidad, que se intensifica a medida que acude a los sitios donde el arte y el romanticismo han cundido en el imaginario colectivo. De este modo, va en góndola en Venecia y se cansa de ver cuadros de mártires, como «si fueran de la misma familia» de parecidos como los ve, habla de las «agotadoras millas de galerías pictóricas» florentinas y considera que el riachuelo del Arno podría llegar a ser un río convincente si le añadieran agua.
Civitavecchia, para él, «es el mejor nido de suciedad, plagas e ignorancia que hemos encontrado». Sube al Vesubio, con mulas y caballos. Ve a Grecia llena de «pobreza, miseria y mendacidad». En Turquía, «todo el mundo miente y engaña», para al final concluir, tras comprobar que los baños turcos son una estafa: «Cómo me han engañado los libros de viajes al Oriente». Y así página tras página, en un asombro y desengaño constantes: Sebastopol es la ciudad más destartalada de todo el mundo, pero comparada con las ruinas de Pompeya está bien. Siria, Esmirna y Egipto sienten los pasos de Twain, que cabalga horas por el valle del Líbano, contrae el cólera en Damasco, ve a niños en brazos de madres que permiten que se le posen cientos de moscas (incluso confunde tal nido de insectos con unas gafas de sol en un pobre chiquillo) y, ya en la cúspide, ve que Magdala es «asqueroso».