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La ciudad de Iván Repila da miedo

larazon

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No existe gran tradición en España de la novela simbólica, pues nos arrastró mucho el realismo y el naturalismo, y posteriormente por influencia americana, lo fantástico. De ahí que el lector tiene que tomarse un cierto trabajo para acostumbrarse al mapa narrativo que plantea Iván Repila en su reciente novela «Prólogo para una guerra». Seguramente la mayor parte de quienes lean esta acertada e interesante obra sean habitantes de ciudades, pero también con certeza ejercen de urbanitas como quien vive en un museo: sin percibir la carga simbólica de la ciudad en sí misma, que ya vieran Baudelaire y Benjamin, en aquellos pasajeros del «spleen» o de los pasajes. Un hombre, Emil, que diseñará un barrio destruido para que sea laberinto de la civilización: otro, el Mudo, que ha elegido recorrer la ciudad en silencio. En un momento ambos terminan por encontrarse y definen una de las claves de la novela al afirmar: «Digamos que tomé una decisión. Como tú. Yo elegí mi propio silencio. Tú elegiste silenciarlo todo. Y ambos nos equivocamos. Tal vez».
Dos hombres perdidos
El lector recorrerá esa ciudad fantasmal, entre Orwell y Beckett, siguiendo a esos dos hombres (sospechando muchas veces que son el mismo en tiempos diferentes): uno que está dirigiendo la construcción de un barrio hecho enteramente para la incomunicación, y otro que ha decidido incomunicarse él mismo del mundo que le rodea. Enfrentamientos de masas con agentes del orden que tendríamos que definir como de un desorden sin sentido final; personajes como Oona o Hache, portadoras del maleable y resistente espíritu femenino, y reflexiones sobre la arquitectura, que al fin ella misma es el principio y el final de las pesadillas constructoras de los hombres.
Si en una de sus anteriores y más reconocidas novelas, «El niño que robó el caballo de Atila», hablaba de dos hermanos, el Grande y el Pequeño, atrapados en el fondo de un pozo, y donde imaginan salidas y fugas milagrosas (Arrabal e Ionesco al fondo), en ésta, el pozo se ha convertido en su símbolo invertido, una ciudad llena de trampas. Repila, como Kafka, en «El topo gigante», sabe que el hombre es constructor de sueños y, ante todo, de sus pesadillas.