La otra realidad de Menéndez Salmón
Realidad es una isla en forma de rectángulo casi perfecto dividida en diecisiete Sustancias. El protagonista (llamado minimalistamente El Narrador) nació en la número dieciséis, una vigorosa zona que entró en crisis a raíz de la decadencia por la mala explotación de los recursos.... Podría ser España, al igual que Empiria evoca a nuestra vecina Grecia; cada ínsula nos remite a un lugar de nuestro contexto geográfico.
Realidad existe en el posible futuro de una época bautizada como Historia Nueva y forma parte de un archipiélago denominado «El Sistema» que impera con su Ideólogos y sus Forenses en un mundo dividido entre dos fuerzas: los Propios, súbditos isleños, y los Ajenos, extranjeros fruto de la marginalidad por su exclusión ideológica o económica. Sobre este tejido, El Narrador, guardián del statu quo, no deja de recibir noticias en su isla-faro de vigilancia de que esa situación social y financiera se derrumba, hecho que coincidirá con la «invasión» de un extraño a su porción de tierra. Como no podía ser de otro modo, dentro del Sistema existe una entidad, no se sabe si física o alegórica, llamada el Dado, desde donde emana el invisible poder. Sobrevolando toda esta cartografía, el libro es la narración de un hombre, solo, en medio de un mundo que se desmorona y que posee una única herramienta para interpretar la situación: la palabra.
Centro de control
Los territorios donde transcurre la narración bien pudieran ser un personaje más: las páginas empiezan en una centinela estación meteorológica para conducirnos a la Academia del Sueño, que es un panóptico de gran centro de control. Después, nos enrolará en un barco llamado La Aurora hasta terminar en un extraño espacio denominado la Cosa. ¿Narración distópica de política ficción? ¿Ucronía? ¿De ideas? Todas las novelas tienen un sostén ideático, desde el «Satyricon» en adelante y, más aún, una ética privativa, o bien albergan las claves de ese proceso en las entrañas de sus páginas (Huxley, Sarraute, Guide...). Por tanto, tildarla de «ideas» sería decir más bien poco. Argumentaría, entonces, que estamos ante un texto incómodo, una fábula de resistencia que nos da malas noticias de nosotros mismos y de aquello en lo que podríamos convertirnos al final de este ciclo como consecuencia del actual sistema político y ético donde no hay hueco para la cultura y en particular para el arte, disciplina que siempre se hace un hueco en las ficciones de Salmón.
Novela que nos habla de un mundo postreligioso y esboza un horizonte de «más allá» que presta sentido a todas las angustias humanas. Fantasía nacida de la indignación, del pesimismo, a través de un lenguaje clínico, aemocional, con el que consigue una elevación trágica que agranda su capacidad simbólica. Pero, sobre todo, se trata de una orwelliana alegoría que suprime cualquier posibilidad de inocencia, en tanto que nos recuerda que no somos los inocentes ni los malvados. Somos, sencillamente, los culpables. Gustarán o no estas páginas, pero resultarán un acontecimiento en la biografía de los lectores que, a la mertoniana manera, no son islas y saben devolver reescritas las novelas a sus autores.