Los nietos de esclavistas que lucharon en la Guerra Civil
Albert Camus escribió que los hombres de su generación tenían a España en el corazón, que allí supieron «que uno puede tener razón y aun así ser golpeado, que algunas veces el coraje no tiene recompensa». Eso lo aprendieron entre 1936 y 1939, en la guerra civil española. La Segunda República recurrió a un revoltijo ideológico de milicias sin instrucción, a un goteo de armas de la Unión Soviética, y a alrededor de 40.000 voluntarios de diversas nacionalidades organizados en las llamadas Brigadas Internacionales. De ellos, 2.800 almas eran voluntarios estadounidenses agrupados en la Brigada Lincoln; más de 700 perdieron la vida. De forma proporcional perecieron tres veces más que los combatientes del ejército republicano debido a que ellos conformaban la tropa de asalto en tanto que tenían experiencia militar. Para la mayoría, se trataba de la oportunidad de derrotar al fascismo en la Europa del Führer y Mussolini. «Para nosotros nunca fue Franco, siempre era Hitler», diría tiempo después Maury Colow.
Obreros, profesores, estudiantes, médicos, escritores, ricos y pobres, blancos y negros, cristianos y muchos, muchísimos judíos, desobedecieron la decisión de su presidente, Franklin D. Roosevelt, de no involucrarse en el conflicto. Llegaron hombres de todos los estratos de la sociedad americana: el hijo del antiguo gobernador de Ohio, el vástago del alcalde de Los Ángeles, un famoso acróbata de vaudeville, líderes estudiantiles comunistas como George Watt, retoños de las clases privilegiadas como James Neugass cuyo abuelo había sido propietario de esclavos, intelectuales de distinto renombre... Como Fuenteovejuna, lucharon todos en igualdad de condiciones. Así lo confirma el hecho de que el afroamericano, Oliver Law, se convirtiera en el primer negro al mando de una unidad militar integrada por estadounidenses en combate. Pero... ¿Por qué se jugaron la vida, al otro lado del charco, defendiendo aquella lejana república? El historiador Adam Hochschild afronta esa pregunta con un rigor ya manifestado en anteriores libros en los que se empeñó en explicar la explotación genocida del Congo a manos del rey Leopoldo III, o los dilemas de los pacifistas y belicosos héroes de la Primera Guerra Mundial así como de los primeros abolicionistas ingleses en el siglo XVIII.
Situémonos 80 años atrás: los ojos del mundo estaban puestos en nuestro país. El conflicto mereció cerca de un millar de menciones en la portada de «The New York Times» durante sus tres años de duración, con un enviado a las trincheras republicanas y otro situado en el bando sublevado. Madrid se llenó de corresponsales extranjeros. Muchos se alojaron en el desaparecido Hotel Florida desde donde enviaban sus crónicas. Allí, Hemingway comenzó su romance con la escritora y periodista Martha Gellhorn –que terminaría siendo su tercera esposa–, enviada por la revista «Collier’s» y responsable de algunas de las mejores crónicas sobre la vida cotidiana en la capital sitiada. En ese mismo establecimiento, el escritor tendría sus más y sus menos con su compatriota John Dos Passos. El autor de «El viejo y el mar» envió docenas de crónicas sobre la contienda y más tarde escribiría «Por quién doblan las campanas», cuyo protagonista estadounidense combate con las milicias españolas y sacrifica la vida por sus camaradas.
Los versos de Auden
Aragon y Auden compondrían poemas para revelar que llevaban en su corazón la república y Neruda escribiría el poemario: «España en el corazón», himno a la glorias del pueblo en la guerra, donde mostraba su vertiente de poeta combatiente e idealista.
Hochschild es impecable en su relato y no deja cabo suelto. Aclara que aceptar el apoyo de Stalin fue un «pacto con el demonio» que puso en tela de juicio la imagen del Gobierno como un modelo de democracia y tolerancia. El autor recoge la difícil pregunta que ya sopesó Orwell: ¿chocó el objetivo de construir una sociedad de hermanos con las exigencias que imponía ganar la guerra? En un puñado de ciudades como Barcelona los trabajadores tomaron el control de sus fábricas y abolieron todo vestigio del antiguo orden. Pero nada de ello sirvió para detener el avance de Franco. Como concluyen estas páginas: «Para combatir en una guerra compleja, un Ejército disciplinado que rinde cuentas ante un mando central es mucho más eficaz que diversas milicias responsables ante una variopinta combinación de partidos y sindicatos». Páginas, en definitiva, necesarias cuando estamos en la orilla del 80 aniversario del final de una contienda cainita, la nuestra, donde, parafraseando a Neruda, algunos vinieron a ver la sangre por las calles, pero otros, a derramarla.