Los viajes del otro Marco Polo
Era una empresa difícil de la que Artemis Cooper ha salido más que airosa: abordar la biografía del hombre que recorrió a pie la Europa y se convirtió en un pionero de la literatura de viajes, era más que un desafío para cualquiera. Resulta notable saber que la autora –amiga de la familia desde la infancia– fue contratada para escribir este libro en los noventa por los Fermor con la condición de que no entrara en imprenta hasta después de su muerte, acaecida en 2011 a los 96 años. Desafío extremo contra la biología el haber apurado tanto la copa de la vida dada su afición a la bebida, al tabaco, a los excesos y su peligrosa inclinación por la imprudencia. Paddy, como le llamaban sus amigos, fue hijo de un reputado geólogo que trabajó durante la infancia de su vástago en la India, quedando el pequeño al cuidado de otra familia. Tras la separación del matrimonio, se reencontró con una progenitora que viraba de la posesión al abandono, desestabilizando por completo al muchacho, motivo, acaso, por el cual tuvo problemas con todo tipo de colegios hasta terminar ingresando en una escuela para niños difíciles en Canterbury, de la que también fue expulsado. A partir de ese momento, su educación fue autodidacta, formándose en griego, latín, historia y literatura por su cuenta.
Cooper aborda la fascinante personalidad de un individuo que combinó como nadie la erudición y la valentía, la seducción y el esnobismo. Aventurero incansable, héroe de guerra, «un Peter Pan que se negaba a crecer» pero, sobre todo, acaso el mejor escritor de libros de viajes del siglo XX. Así, cuando cumplió 18 años se propuso hacer algo distinto que le hiciera sentirse realmente vivo y que le proporcionara material literario. Fue así como en 1933 se embarcó hacia Roterdam, donde inició una larga caminata hasta Estambul (Constantinopla, como él la llamaba) que se dilataría un año y 21 días. Gracias a aquel viaje iniciático, durante el que durmió tanto en pajares como en palacios, Fermor fue testigo de los cambios en el paisaje, de la irrupción del nazismo y del final del viejo Continente. Nada fue lo mismo para él después de aquella caminata que le regaló una nueva vida y que tardó 44 años en abordar en forma de relato. Cuando en 1977 vio la luz «El tiempo de los regalos» se ganó el título de «maestro de la literatura de viajes».
Los amores de Paddy
De su mano vivimos el ambiente festivo del Londres de entreguerras, somos testigos del valor de los miembros de la Resistencia, disfrutamos de la luminosidad de Grecia y recorremos, una Europa preñada de historia y habitada poir pastores, ministros griegos o nobles húngaros y rumanos. Inglaterra, Francia, Italia, Holanda, Alemania, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Turquía, Albania y Grecia... Tras aquel periplo tuvo sus experiencias como miembro del Special Operations Executive del Ejército británico, que incluyen el descenso en paracaídas sobre la Creta ocupada por los nazis y, el 26 de abril de 1944, el secuestro del general Kreipe, alto mando de las tropas alemanas en la isla. En una hazaña muy fílmica (hubo versión para el celuloide, «Emboscada noctura», en 1957, con Dick Bogarde como Fermor), el comando logró pasar 22 controles nazis con el coche del secuestrado y trasladar al general, a pie por las montañas, a una cala del otro lado de Creta, donde les esperaba un barco que les llevaría a El Cairo. Los amores de Paddy, fueron igualmente legendarios. Hay mujeres que describían su mirada «como contemplar un mar tan oscuro como el vino» o «como un helenístico dios marino», incluso «como un bucanero». El historiador Steven Runciman se quejaba de que «todas las chicas estaban enamoradas de él y cómo éste las utilizaba para sacarlos cuanto podía»... Incluso el mordaz Somerset Maugham llegó a tildarle de «gigoló de clase media de las mujeres de clase alta».
La nómina de amantes fue profusa: una de sus pasiones más sonadas nació en 1935, cuando se enamoró de la princesa rumana Balasha Cantacuzene, 16 años mayor que él, y se fue a vivir a su palacio de Moldavia.... Hasta que el estallido de la Segunda Guerra Mundial les separaría y no volverían a reencontrarse hasta treinta años después, cuando ella ya era una anciana, que le devolvió la libreta donde él había recogido sus industrias y andanzas viajeras. Con el tiempo y la intermitencia de amantes –antes, durante y después– conocería a la fotógrafa Joan Rayner, con la que viviría una relación abierta hasta terminar contrayendo matrimonio. Junto a ella se instalaría en los sesenta en una maravillosa casa al sur del Peloponeso rodeada de olivos y mirando al mar. Helenista confeso –fue nombrado por el gobierno griego Caballero de la Orden del Fénix–, luchó por su libertad cual Byron redivivo y conquistó la amistad de sus grandes poetas, de Seferis, de Katsimbalis...
Amén de todo lo relatado, tenía Paddy un encanto especial, un particular don para la amistad. Gracias a ello logró mezclarse con facilidad en casas humildes y palaciegas en su largo caminar. Un amigo llegó a decir que la gente se sentía tan animada con él que deberían recetarle en grageas contra la depresión. Una cosa sí es cierta: era alérgico al trabajo remunerado. Que se sepa, sólo debió recibir dinero fijo cuando escribió el guión para Huston. Una biografía tan documentada como apasionante.