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Malaparte, el incómodo amigo de Mussolini

Dos ensayos del ideólogo del fascismo, ahora reunidos, ridiculizan al Duce
larazon

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¿Puede redimirse un hombre que ha sido parte activa del fascismo italiano? «Mussi» y «El Gran Imbécil» parecen ser el intento de Curzio Malaparte (1898-1957), uno de los principales intelectuales de ese régimen, de dejar claro que él cambió de bando. Estos dos ensayos, reunidos por la editorial Sexto Piso, son mucho más que la caricatura de su líder, Mussolini. Nadie mejor que un Camisa Negra para desmontar sin piedad al Duce, «gran imbécil a caballo, el más arrogante, grueso y estúpido que haya nunca montado en silla alguna».
Su propia redención
El italiano dibuja un retrato demoledor. Y lo es porque, a pesar de que las anécdotas y las reflexiones, la sátira y la ironía consigan aligerar el tono y el contenido, el escritor deja claro el hilo conductor de sus conclusiones: los defectos de Mussolini fueron los mismos que los del pueblo italiano. Así, el lector no sólo se encuentra ante un Duce «verdulero [...] con un aspecto ridículo por cómo vestía, por cómo hablaba, por lo que decía», sino también ante una sociedad cuyo «carácter predominante es la mala fe», que «mira por su propio interés, su propio "particolare"». Una eufonía de distintos estilos narrativos en la que el ensayo político, la ficción y el análisis psicológico de los italianos adquieren el mismo peso que los datos biográficos y terminan por hurgar con la misma intensidad en la herida de la memoria. El autor indaga en la esencia psicológica de los autoritarismos y el porqué un pueblo se somete a un dictador. Él lo atribuye a la idiosincrasia italiana y, concretamente, liga el fascismo a la tradición religiosa del país. De hecho, parte de «Mussi» está dedicada a demostrar que «el fascismo, en esencia, no es sino el último aspecto de la Contrarreforma».
Si uno permanece atento, la evolución ideológica del escritor adquiere su forma última en «El Gran Imbécil». Con esta segunda y última pieza, Malaparte asesta el golpe definitivo y sentencia a muerte a la poca dignidad que les quedaban tanto a Mussolini como al pueblo italiano. Y no se le ocurre mejor manera de hacerlo que nombrar juez y verdugo a una gata. Así, a cada maullido del animal le acompaña una reflexión inmisericorde que pone a cada cual en su sitio: «Nos gritaba "¿Para quién Italia?", y nosotros le dábamos la respuesta inmediata "¡Para nosotros!"». Y en ese fatal desenlace en el que el autor desnuda a la sociedad italiana queda él también al descubierto pues, aunque se cuide mucho de hacerlo explícito (era hombre orgulloso), ese tono amargo salpicado de sátira e ironía busca quizá, en la sonrisa del lector, la redención de su propio hacer como ideólogo del fascismo.

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