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Mano dura contra «la mano negra»

larazon

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He aquí una de esas vidas que parecen sacadas de una película, con un escenario que no puede ser más atractivo, el Nueva York que emergía como metrópolis pero que estaba lastrado por la pobreza, la inmigración marginal y la delincuencia, y un protagonista cuya misión principal era atrapar a los malvados e imponer orden. No sorprende el contenido y el tono de este libro, «La Mano Negra» (traducción de Maria Riera) si uno ya leyó la otra obra traducida al español de Stephan Talty, «Garbo, el espía» (Destino, 2013), la increíble historia de Joan Pujol, que posibilitaría el desembarco de Normandía tras engañar a los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora Talty profundiza en la ola de criminalidad que a partir de 1903 «conmocionó a los habitantes de Nueva York. Se sucedían los secuestros de hijos de inmigrantes italianos, víctimas inocentes aparecían con un tiro en la cabeza, estallaban bombas que destruían edificios, y jueces, senadores, miembros de la buena sociedad, incluida la familia Rockefeller, recibían terribles amenazas de muerte». Todo lo cual tuvo consecuencias incontables en la vida cotidiana de la población, que vivió atemorizada ante un grupo de extorsionadores, secuestradores y asesinos que parecían invisibles por su habilidad para no dar pistas de su identidad y paradero y que operaban por doquier. Se les conocía como la Sociedad de la Mano Negra –grababan una mano negra con hollín sobre la puerta de la persona de la que querían aprovecharse–, y sus formas de actuar y de comunicar sus amenazas y fechorías también podrían ser carne de ficción.
Ataúdes, cruces y pañales
Así, esta organización criminal saldría a la palestra a raíz de un suceso macabro: habían puesto en el buzón de la casa de un rico contratista una serie de «notas amenazadoras firmadas por la Sociedad, adornadas con dibujos de ataúdes, cruces y puñales», en concreto, tres cruces negras junto a una calavera y dos tibias, que se irían diseminando por todas partes hasta convertir Nueva York en un lugar caótico y trágicamente peligroso, solo comparable a lo que supondría el Ku Klux Klan. Talty pone numerosos ejemplos de niños secuestrados y asesinados, de hombres mutilados y apuñalados, del estallido de artefactos explosivos que dieron origen a un clima terrorífico. Frente a todo ello, el policía Joe Petrosino, natural de un pueblo de la provincia italiana de Salerno, se impuso como su deber localizar a los culpables y llevarlos a la justicia. «La Mano Negra» es, pues, la biografía del que sería llamado el «Sherlock Holmes italiano» por su ingenio detectivesco y sus habilidades para disfrazarse –su vestuario contaba con ropa de jornalero, gánster, judío ortodoxo, mendigo ciego o cura católico– e infiltrarse en los ámbitos en los que tenía que investigar.
Y tanto pundonor y perseverancia demostró Joseph Petrosino, «un tipo bajito, robusto y de pecho ancho, con complexión de estibador», que se convertiría en el jefe de la Brigada Italiana y en alguien temido y respetado por todos, hasta por sus enemigos. El autor nos lleva a la vida del policía, tan brutal en sus procedimientos con los delincuentes como refinado en lo que a cultura se refería, ya que era un gran amante de la ópera y un buen violinista, amén de un gran conversador, y cómo tuvo que enfrentarse con los irlandeses que copaban el cuerpo de policías y que se sentían los amos en su territorio. Talty va narrando las peripecias de este hombre que mandaría a cientos de asesinos a la silla eléctrica o a la cárcel de Sing Sing. Hasta que un viaje realmente temerario, en 1909, a la Sicilia donde podría estar el origen de «La Mano Negra», pues ésta empezaba a adquirir dimensiones de epidemia, puso fin a su vida. Y es que en Palermo regía la ley del mafioso Vito Cascio Ferro, del que se dijo que «inventó el crimen en la era de las grandes urbes». Él sería el gran sospecho del asesinato (cuatro disparos en plena calle) perpetrado a Petrosino, pero nada se pudo demostrar.
En Nueva York, su muerte sería una enorme conmoción y se decretaría un día de luto, cuenta Talty con notable destreza en un alarde investigativo de aquella época apasionante y peligrosa a partes iguales; hoy, el paseante se topará con un monumento dedicado a aquel héroe entre las calles Lafayette y Kenmare de Manhattan. Un ser que, decían los periodistas de entonces, encarnaba la esencia italiana como nadie y que sería declarado el mejor detective de su país del mundo.