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Miedo y asco en Manchester

larazon

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Llamar «sirenas» a las jóvenes que recaudan el dinero de la venta de drogas en los bares nocturnos de un Manchester sórdido y lluvioso es una forma eufemística de nombrar a una profesión marginal entre la delincuencia y la prostitución. El epónimo entraña, además, la imposibilidad de abandonar al traficante que las controla. Indica el síntoma de un malestar social, que esta novela de Joseph Knox refleja con indudable maestría. Aquí todo es podredumbre, chantaje, muerte y traición. Una fantasía que trata de mostrar hasta qué punto el submundo de la droga y la corrupción policial anda entremezclado con el poder y el dinero.
Hacía tiempo que ningún novelista se planteaba recrear el «hard boiled» clásico, eminentemente urbano, adoptando todas las claves violentas y los sesgos corruptos de la novela negra. La gran ciudad aparece tan desabrida y oscura como la más violenta de las urbes posindustriales en plena crisis del nuevo siglo. El detective hace honores al «urban noir», decididamente posmoderno, donde todo se mezcla con siniestra meticulosidad.
Puesto a recrear la novela negra, Knox tiñe su prosa turbia de una repugnante negritud al borde del vómito. El desquicie del detective, un verdadero antihéroe venal y drogadicto, lleva marcados los estigmas de todos los vicios y la compasión del que jugando a ser malvado solamente lo es porque el mundo lo ha hecho así.
Lo bueno de «Sirenas» es que el autor sabe que está escribiendo una buena novela, tipo «Trainspotting». Lo malo, que es incapaz de sustraerse al influjo literario del mal, la desmesura, el gusto por el arroyo y la mugre, la desproporción de las medidas que hacen de esta obra un compendio de lo peor del ser humano, el relato de la caída del antihéroe en los albañales de la corrupción y la violencia gratuita como espejo literario de la sordidez de la condición humana. Entre los defectos de la desmesura y las virtudes de la creación literaria de un singular mundo propio hay que reconocer la capacidad de Knox para narrar de forma vigorosa la lucha del detective Aidan Waits por descubrir la verdad en un mundo en conflicto. Exultante resulta la composición del protagonista y ese vértigo narrativo que trata de sumergir al lector en una prosa desquiciada, reflejo de la mente drogada del protagonista. Cuando lo consigue, Knox logra un clima onírico angustioso, muy similar al de Orson Welles en «Sed de mal», pero sin llegar aún a su genialidad. Lo mismo que sus referencias a las turbias atmósferas urbanas de Ian Rankin y el gusto por lo enfermizo de John Connolly. No carece de talento pero le sobra desmesura y le falta contención.