Rap para empollones
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Nuestros protagonistas se vistieron con camisetas viejas, pantalones anchos y zapatillas desgastadas. Confiesan que dejan de afeitarse unos días para afilar su atuendo de tipos duros. Tienen 26 años y es 1989. Estamos en Boston, el cerebro de América, la cuna intelectual de Harvard, de la tradición yankee más arcaica y por tanto la urbe que más ha dado la espalda a los suburbios. En la capital de Massachussets, como en ninguna otra ciudad, se ha generado un sentimiento de otredad sobre las minorías negras y latinas confinadas en los «projects», barrios de protección oficial. Pues allí se dirigen Mark Costello y David Foster Wallace, a una velada especial: se ha anunciado la vuelta a los escenarios de Slick Rick, y, desoyendo las advertencias de sus amigos, se adentran en la jungla de un gimnasio sin calefacción. Se han disfrazado de tipos duros y es inevitable pensar en el ridiculo atuendo de un oficinista de safari en Kenia vestido de Coronel Tapioca. Miran a izquierda y derecha pero nadie les acosa. Son ignorados inmisericordemente incluso por la Policía durante las tres horas que dura el riguroso cacheo a los asistentes. Nuestros empollones quedan estupefactos en una escena que sintetiza el contenido de «Ilustres raperos», un ensayo de juventud escrito a cuatro manos sobre «el movimiento pop más influyente de la década».
La América «yuppie»
Hay que comprender el contexto temporal: como recuerda en el prólogo Nando Cruz, se acababan de editar obras clave como «It Takes a Nation of Millions To Hold Us Back», de Public Enemy; «Tougher Than Leather», de Run DMC; «3 Feet High», de De La Soul y el histórico «Straight Outta Compton», de N.W.A., que incluía la canción «Fuck da Police». La policía de Boston requisaba ilegalmente las copias de ese álbum y cacheaba a sus propietarios. El rap era una amenaza para la América «yuppie», que vive bajo la consigna del consumo masivo. Irrumpe una música que «da más miedo que el punk porque otorga a los oyentes un acceso de primera mano a las penurias extremas y al estado de ánimo de una comunidad situada al borde de la explosión/implosión, una fea y nueva subnación que nos han concidionado para que no veamos», apunta Wallace. Como muchos otros blancos, nuestros escritores se enamoran de la frescura de la música más peligrosa del mundo. Y, como buenos empollones, utilizan su capacidad de análisis y su vasto vocabulario para hablar de los orígenes, los argumentos, la percepción y las proyecciones morales del rap. «Los periodistas y críticos la han cagado completamente a la hora de contemplar el rap como nada más que una diapositiva a la luz de la criminología», protesta.
Los dos escritores rechazan la simplificación del rap como «la mera banda sonora de una generación perdida que, por otra parte, los anglosajones nunca quisieron ver ni encontrar». Para ellos, es algo más, tiene un valor artístico. El gran mérito de este ensayo es que está escrito en un momento en que el rap necesita de una justificación. El género se abre paso frente al desprecio de una crítica inane que lo tilda de violento o poco original, precisamente las mismas acusaciones del «establishment». El rap tiene incluso que enfrentarse en los tribunales a su pecado original en forma de demanda por plagio, por nacer de la repetición y la remezcla de fragmentos de soul o funky.
Foster Wallace reacciona: «Muy posiblemente, el rap sea lo más importante que le está pasando hoy a la poesía americana, que es un mundo no menos cerrado que aquél y no menos extraño y estricto en su vocabulario y sus modales. La poesía se ha vuelto tan endogámica y tan inaccesible que simplemente no puede compartir los productos de su creatividad más que con un par de millares de lectores fanáticos en sandalias, no puede movilizar ni influir más que a una fracción de esos lectores, y no genera ingresos para nadie». Y aunque ya no podamos dársela, en eso Foster Wallace tenía razón: el hip hop es el género musical más vivo gracias a que los raperos se han olvidado de los clichés. Es el caso de Kendrick Lamar, cuyo «Good Kid, Mad City» podría haberse titulado Una Odisea en Compton, mientras que «To Pimp A Butterfly» hizo volar la mente de David Bowie. Este último disco merece en el libro un epílogo igual de sesudo e interesante, firmado por Casey Michael Henry, oportuno para comprender la fuerza literaria del rap de hoy. Un disco escrito con estructura épica –lo comparan con «La Ilíada»– y en el que las fuerzas de la sociedad son el telón de fondo de las andanzas de un héroe vulnerable sometido a conflictos morales.
El rapero ya no uno de los arquetipos que Wallace y Costello describen (el gángster temible, ni el chico pequeño pero listo, ni el semental) sino un narrador que es consciente de serlo. Es decir, que ya no vive atrapado en el presente, sino que narra una historia. Por cierto que, en ese envidiable diálogo que mantienen las dos orillas anglosajonas en materia musical, era muy necesario que apareciese Kate Tempest, londinense, mujer y dramaturga. «Ley Eat Them Chaos» es, además del mejor disco de 2016, una obra literaria de primera categoría: siete personas de la misma calle de Londres no pueden dormir por motivos distintos. Tempest nos lleva de la mano por el fracaso de nuestra sociedad. Y aunque esto queda fuera del contexto del libro, es justo de lo que hablábamos al principio.